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Gustavo Adolfo Bécquer
Rimas y leyendas - 2 - Los ojos verdes Rimes et légendes - 2 - Les yeux verts

Hace mucho tiempo que tenía ganas de escribir cualquier cosa con este título.

Hoy, que se me ha presentado ocasión, lo he puesto con letras grandes en la primera cuartilla de papel, y luego he dejado a capricho volar la pluma.

Yo creo que he visto unos ojos como los que he pintado en esta leyenda. No sé si en sueños, pero yo los he visto. De seguro no los podré describir tales cuales ellos eran, luminosos, transparentes, como las gotas de la lluvia que se resbalan sobre las hojas de los árboles después de una tempestad de verano. De todos modos, cuento con la imaginación de mis lectores para hacerme comprender en este que pudiéramos llamar boceto de un cuadro que pintaré algún día.


- I -


-Herido va el ciervo…, herido va; no hay duda. Se ve el rastro de la sangre entre las zarzas del monte, y al saltar uno de esos lentiscos han flaqueado sus piernas… Nuestro joven señor comienza por donde otros acaban… En cuarenta años de montero no he visto mejor golpe… Pero, ¡por San Saturio, patrón de Soria!, cortadle el paso por esas carrascas, azuzad los perros, soplad en esas trompas hasta echar los hígados y hundidles a los corceles una cuarta de hierro en los ijares; ¿no veis que se dirige hacia la fuente de los Álamos, y si la salva antes de morir podemos darle por perdido?

Las cuencas del Moncayo repitieron de eco en eco el bramido de las trompas, el latir de la jauría desencadenada, y las voces de los pajes resonaron con nueva furia, y el confuso tropel de hombres, caballos y perros se dirigió al punto que Íñigo, el montero mayor de los marqueses de Almenar, señalara como el más a propósito para cortarle el paso a la res.

Pero todo fue inútil. Cuando el más ágil de los lebreles llegó a las carrascas jadeante y cubiertas las fauces de espuma, ya el ciervo, rápido como una saeta, las había salvado de un solo brinco, perdiéndose entre los matorrales de una trocha que conducía a la fuente.

-¡Alto!… ¡Alto todo el mundo! -gritó Íñigo entonces-. Estaba de Dios que había de marcharse.

Y la cabalgata se detuvo, y enmudecieron las trompas, y los lebreles, refunfuñando, dejaron la pista a la voz de los cazadores.

En aquel momento se reunía a la comitiva el héroe de la fiesta, Fernando de Argensola, el primogénito de Almenar.

-¿Qué haces? -exclamó, dirigiéndose a su montero, y en tanto, ya se pintaba el asombro en sus facciones, ya ardía la cólera en sus ojos-. ¿Qué haces, imbécil? ¡Es que la pieza está herida, que es la primera que cae por mi mano, y abandonas el rastro y la dejas perder para que vaya a morir en el fondo del bosque! ¿Crees acaso que he venido a matar ciervos para festines de lobos?

-Señor -murmuró Íñigo entre dientes-, es imposible pasar de este punto.

-¡Imposible! ¿Y por qué?

-Porque esa trocha -prosiguió el montero- conduce a la fuente de los Álamos; la fuente de los Álamos, en cuyas aguas habita un espíritu del mal. El que osa enturbiar su corriente paga caro su atrevimiento. Ya la res habrá salvado sus márgenes; ¿cómo la salvaréis vos sin atraer sobre vuestra cabeza alguna calamidad horrible? Los cazadores somos reyes del Moncayo, pero reyes que pagan un tributo. Pieza que se refugia en esa fuente misteriosa, pieza perdida.

-¡Pieza perdida! Primero perderé yo el señorío de mis padres, y primero perderé el ánima en manos de Satanás que permitir que se me escape ese ciervo, el único que ha herido mi venablo, la primicia de mis excursiones de cazador… ¿Lo ves?… ¿Lo ves?… Aún se distingue a intervalos desde aquí…, las piernas le fallan, su carrera se acorta; déjame…, déjame…; suelta esa brida o te revuelco en el polvo… ¿Quién sabe si no le daré lugar para que llegue a la fuente? Y si llegase, al diablo ella, su limpidez y sus habitadores. ¡Sus! ¡Relámpago! ¡Sus, caballo mío! Si lo alcanzas, mando engarzar los diamantes de mi joyel en tu serreta de oro.

Caballo y jinete partieron como un huracán.

Íñigo los siguió con la vista hasta que se perdieron en la maleza; después volvió los ojos en derredor suyo; todos, como él, permanecieron inmóviles y consternados.

El montero exclamó al fin:

-Señores, vosotros lo habéis visto, me he expuesto a morir entre los pies de su caballo por detenerle. Yo he cumplido con mi deber. Con el diablo no sirven valentías. Hasta aquí llega el montero con su ballesta; de aquí adelante, que pruebe a pasar el capellán con su hisopo.


- II -


-Tenéis la color quebrada; andáis mustio y sombrío; ¿qué os sucede? Desde el día, que yo siempre tendré por funesto, en que llegasteis a la fuente de los Álamos en pos de la res herida, diríase que una mala bruja os ha encanijado con sus hechizos.

Ya no vais a los montes precedido de la ruidosa jauría, ni el clamor de vuestras trompas despierta sus ecos. Solo con esas cavilaciones que os persiguen, todas las mañanas tomáis la ballesta para enderezaros en la espesura y permanecer en ella hasta que el sol se esconde. Y cuando la noche oscurece y volvéis pálido y fatigado al castillo en balde busco en la bandolera los despojos de la caza. ¿Qué os ocupa tan largas horas lejos de los que más os quieren?

Mientras Íñigo hablaba, Fernando, absorto en sus ideas, sacaba maquinalmente astillas de su escaño de ébano con el cuchillo de monte.

Después de un largo silencio, que sólo interrumpía el chirrido de la hoja al resbalarse sobre la pulimentada madera, el joven exclamó dirigiéndose a su servidor, como si no hubiera escuchado una sola de sus palabras:

-Íñigo, tú que eres viejo; tú que conoces todas las guaridas del Moncayo, que has vivido en sus faldas persiguiendo a las fieras y en tus errantes excursiones de cazador subiste más de una vez a su cumbre, dime: ¿has encontrado por acaso una mujer que vive entre sus rocas?

-¡Una mujer! -exclamó el montero con asombro y mirándole de hito en hito.

-Sí -dijo el joven-; es una cosa extraña lo que me sucede, muy extraña… Creí poder guardar ese secreto eternamente, pero no es ya posible; rebosa en mi corazón y asoma a mi semblante. Voy, pues, a revelártelo… Tú me ayudarás a desvanecer el misterio que envuelve a esa criatura, que, al parecer, sólo para mí existe, pues nadie la conoce, ni la ha visto, ni puede darme razón de ella.

El montero, sin desplegar los labios, arrastró su banquillo hasta colocarle junto al escaño de su señor, del que no apartaba un punto los espantados ojos. Éste, después de coordinar sus ideas, prosiguió así:

-Desde el día en que, a pesar de tus funestas predicciones, llegué a la fuente de los Álamos y, atravesando sus aguas, recobré el ciervo que vuestra superstición hubiera dejado huir, se llenó mi alma del deseo de la soledad.

Tú no conoces aquel sitio. Mira, la fuente brota escondida en el seno de una peña y cae resbalándose gota a gota por entre las verdes y flotantes hojas de las plantas que crecen al borde de su cuna. Aquellas gotas, que al desprenderse brillan como puntos de oro y suenan como las notas de un instrumento, se reúnen entre los céspedes, y, susurrando, susurrando, con un ruido semejante al de las abejas que zumban en torno de las flores, se alejan por entre las arenas, y forman un cauce, y luchan con los obstáculos que se oponen a su camino, y se repliegan sobre sí mismas, y saltan, y huyen, y corren, unas veces con risa, otras con suspiros, hasta caer en un lago. En el lago caen con un rumor indescriptible. Lamentos, palabras, nombres, cantares, yo no sé lo que he oído en aquel rumor cuando me he sentado solo y febril sobre el peñasco a cuyos pies saltan las aguas de la fuente misteriosa para estancarse en una balsa profunda, cuya inmóvil superficie apenas riza el viento de la tarde.

Todo es allí grande. La soledad con sus mil rumores desconocidos vive en aquellos lugares y embriaga el espíritu en su inefable melancolía. En las plateadas hojas de los álamos, en los huecos de las peñas, en las ondas del agua parecen que nos hablan los invisibles espíritus de la Naturaleza, que reconocen un hermano en el inmortal espíritu del hombre.

Cuando, al despuntar la mañana, me veías tomar la ballesta y dirigirme al monte, no era nunca para perderme entre sus matorrales en pos de la caza, no; iba a sentarme al borde de la fuente, a buscar en sus ondas… no sé qué, ¡una locura! El día en que salté sobre ella con mi Relámpago creí haber visto brillar en su fondo una cosa extraña…, muy extraña…: los ojos de una mujer.

Tal vez sería un rayo de sol que serpeó fugitivo entre su espuma; tal vez una de esas flores que flotan entre las algas de su seno, y cuyos cálices parecen esmeraldas…, no sé; yo creí ver una mirada que se clavó en la mía; una mirada que encendió en mi pecho un deseo absurdo, irrealizable: el de encontrar una persona con unos ojos como aquellos.

En su busca fui un día y otro a aquel sitio.

Por último, una tarde… yo me creí juguete de un sueño…; pero no, es verdad; la he hablado ya muchas veces, como te hablo a ti ahora…; una tarde encontré sentada en mi puesto, y vestida con unas ropas que llegaban hasta las aguas y flotaban sobre su haz, una mujer hermosa sobre toda ponderación. Sus cabellos eran como el oro; sus pestañas brillaban como hilos de luz, y entre las pestañas volteaban inquietas unas pupilas que yo había visto…, sí, porque los ojos de aquella mujer eran de un color imposible; unos ojos…

-¡Verdes! -exclamó Íñigo con un acento de profundo terror, e incorporándose de un salto en su asiento.

Fernando le miró a su vez como asombrado de que concluyese lo que iba a decir, y le preguntó con una mezcla de ansiedad y de alegría:

-¿La conoces?

-¡Oh no! -dijo el montero-. ¡Líbreme Dios de conocerla! Pero mis padres, al prohibirme llegar hasta esos lugares, me dijeron mil veces que el espíritu, trasgo, demonio o mujer que habita en sus aguas, tiene los ojos de ese color. Yo os conjuro, por lo que más améis en la tierra, a no volver a la fuente de los Álamos. Un día u otro os alcanzará su venganza, y expiaréis muriendo el delito de haber encenagado sus ondas.

-¡Por lo que más amo!… -murmuró el joven con una triste sonrisa.

-Sí -prosiguió el anciano-: por vuestros padres, por vuestros deudos, por las lágrimas de la que el cielo destina para vuestra esposa, por las de un servidor que os ha visto nacer…

-¿Sabes tú lo que más amo en este mundo? ¿Sabes tú por qué daría yo el amor de mi padre, los besos de la que me dio la vida, y todo el cariño que puedan atesorar todas las mujeres de la tierra? Por una mirada, por una sola mirada de esos ojos… ¡Cómo podré yo dejar de buscarlos!

Dijo Fernando estas palabras con tal acento, que la lágrima que temblaba en los párpados de Íñigo se resbaló silenciosa por su mejilla, mientras exclamó con acento sombrío:

-¡Cúmplase la voluntad del cielo!


- III -


-¿Quién eres tú? ¿Cuál es tu patria? ¿En dónde habitas? Yo vengo un día y otro en tu busca, y ni veo el corcel que te trae a estos lugares, ni a los servidores que conducen tu litera. Rompe de una vez el misterioso velo en que te envuelves como en una noche profunda. Yo te amo, y, noble o villana, seré tuyo, tuyo siempre…

El sol había traspuesto la cumbre del monte; las sombras bajaban a grandes pasos por su falda; la brisa gemía entre los álamos de la fuente, y la niebla, elevándose poco a poco de la superficie del lago, comenzaba a envolver las rocas de su margen.

Sobre una de estas rocas, sobre una que parecía próxima a desplomarse en el fondo de las aguas, en cuya superficie se retrataba, temblando, el primogénito de Almenar, de rodillas a los pies de su misteriosa amante, procuraba en vano arrancarle el secreto de su existencia.

Ella era hermosa, hermosa y pálida como una estatua de alabastro. Uno de sus rizos caía sobre sus hombros, deslizándose entre los pliegues del velo, como un rayo de sol que atraviesa las nubes, y en el cerco de sus pestañas rubias brillaban sus pupilas, como dos esmeraldas sujetas en una joya de oro.

Cuando el joven acabó de hablarle, sus labios se removieron como para pronunciar algunas palabras; pero sólo exhalaron un suspiro, un suspiro débil, doliente, como el de la ligera onda que empuja una brisa al morir entre los juncos.

-¡No me respondes! -exclamó Fernando al ver burlada su esperanza- ¿Querrás que dé crédito a lo que de ti me han dicho? ¡Oh! No… Háblame; yo quiero saber si me amas; yo quiero saber si puedo amarte, si eres una mujer…

-O un demonio… ¿Y si lo fuese?

El joven vaciló un instante; un sudor frío corrió por sus miembros; sus pupilas se dilataron al fijarse con más intensidad en las de aquella mujer, y, fascinado por su brillo fosfórico, demente casi, exclamó en un arrebató de amor:

-Si lo fueses…, te amaría como te amo ahora, como es mi destino amarte, hasta más allá de esta vida, si hay algo más allá de ella.

-Fernando -dijo la hermosa entonces con una voz semejante a una música-, yo te amo más aún que tú me amas; yo que desciendo hasta un mortal, siendo un espíritu puro. No soy una mujer como las que existen en la tierra; soy una mujer digna de ti, que eres superior a los demás hombres. Yo vivo en el fondo de estas aguas; incorpórea como ellas, fugaz y transparente, hablo con sus rumores y ondulo con sus pliegues. Yo no castigo al que osa turbar la fuente donde moro; antes le premio con mi amor, como a un mortal superior a las supersticiones del vulgo, como a un amante capaz de comprender mi cariño extraño y misterioso.

Mientras ella hablaba así, el joven, absorto en la contemplación de su fantástica hermosura, atraído como por una fuente desconocida, se aproximaba más y más al borde de la roca. La mujer de los ojos verdes prosiguió así:

-¿Ves, ves el límpido fondo de ese lago, ves esas plantas de largas y verdes hojas que se agitan en su fondo?… Ellas nos darán un lecho de esmeraldas y corales… y yo… te daré una felicidad sin nombre, esa felicidad que has soñado en tus horas de delirio, y que no puede ofrecerte nadie… Ven; la niebla del lago flota sobre nuestras frentes como un pabellón de lino…; las ondas nos llaman con sus voces incomprensibles; el viento empieza entre los álamos sus himnos de amor; ven…, ven…

La noche empezaba a extender sus sombras; la luna rielaba en la superficie del lago; la niebla se arremolinaba al soplo del aire, y los ojos verdes brillaban en la oscuridad como los fuegos fatuos que corren sobre el haz de las aguas infectas… Ven…, ven… Estas palabras zumbaban en los oídos de Fernando como un conjuro. Ven… Y la mujer misteriosa le llamaba al borde del abismo, donde estaba suspendida, y parecía ofrecerle un beso…, un beso…

Fernando dio un paso hacia ella…; otro…, y sintió unos brazos delgados y flexibles que se liaban a su cuello, y una sensación fría en sus labios ardorosos, un beso de nieve…, y vaciló…, y perdió pie, y calló al agua con un rumor sordo y lúgubre.

Las aguas saltaron en chispas de luz y se cerraron sobre su cuerpo, y sus círculos de plata fueron ensanchándose, ensanchándose hasta expirar en las orillas.

Ça faisait très longtemps que j'avais envie d'écrire quelque chose, n'importe quoi, qui porte ce titre.

Aujourd'hui, que l'occasion s'en est présentée, je l'ai mis en lettres majuscules sur la première feuille de papier, et ensuite j'ai laissé ma plume voler à son caprice.

Je crois avoir déjà vu des yeux comme ceux dépeints dans cette légende. Je ne sais pas si ce fut en rêve, mais je les ai vus. Il est certain que je ne pourrai les décrire tels qu'il étaient, lumineux, transparents, comme les gouttes de pluie que glissent sur les feuilles des arbres après un orage d'été. De toutes manières, je compte sur l'imagination de mes lecteurs pour me faire comprendre dans le cadre de ce que nous pourrions appeller une ébauche d'un tableau que je peindrai un beau jour.


- I -


-Le cerf est blessé…, il est blessé; c'est sûr. On voit les traces de sang parmi les ronces de la forêt, et quand il sauté par dessus ces lentisques ses jambes ont flanché… Notre jeune maître commence pour là où d'autres terminent… En quarante ans de chasse je n'ai pas vu de meilleur coup… Mais, par Saint Saturio, patron de Soria !, coupez-lui le passage par ces jeunes yeuses, excitez les chiens, soufflez dans vos trompes jusqu'à vous éclater le foie et éperonnez vos coursiers à leur faire entrer un quart de fer dans les flancs ; vous ne voyez pas qu'il se dirige vers la source des Peupliers, et que, s'il l'atteint avant de mourir, nous pourrons le considérer comme perdu ?

Les gorges de Moncayo répétèrent d'écho en écho le brâme des trompes, les halètements de la meute lâchée, les voix des pages qui résonnaient avec un furie renouvelée, et la troupe confuse d'hommes, de chevaux et de chiens se dirigea vers l'endroit qu'Íñigo, le grand veneur des marquis d'Almenar, avait indiqué comme le mieux appropié à couper le passage à la bête.

Mais tout fut vain. Quand le plus agile des lévriers atteignit les yeuses, haletant et les babines couvertes d'écume, le cerf, rapide comme une flèche, les avait déjà franchies d'un seul bon, allant se perdre parmi les buissons d'un sentier qui conduisait à la source.

-Halte!… Halte tout le monde ! -cria alors Íñigo-. Dieu voulait qu'il s'échappe.

Et la cavalcade s'arrêta, les trompes firent silence, et les lévriers, en grommelant, abandonnèrent la piste en même temps que les chasseurs.

C'est à ce moment que le héros de la fête, Fernando de Argensola, l'aîné des Almenar rejoignit le groupe.

-Que fais-tu ? -s'exclama-t'il, en s'adressant à son veneur, et en même temps, se peignait l'étonnement sur se traits, la colère flambant déjà dans son regard-. Que fais-tu, imbécile ? La pièce est blessée, et c'est la première qui tombe de ma main, et toi tu abandonnes la poursuite et la laisses se perdre pour qu'elle aille mourir au fond des bois ! Est-ce que, par hasard, tu t'imagines que je suis venu tuer des cerfs pour le festin des loups ?

-Seigneur -murmura Íñigo entre ses dents-, il est impossible de passer outre cet endroit.

-Impossible ! Et pour quelle raison ?

-Parce que ce sentier -poursuivit le veneur- mène à la source des Peupliers ; la source des Peupliers, dans les eaux de laquelle vit un esprit du mal. Celui qui ose troubler son courant paye cher son audace. La bête a sûrement déjà rejoint sa rive ; Comment compter vous la réupérer sans attirer sur votre tête quelque horrible calamité ? Nous les chasseurs sommes les maître de Moncayo, mais des maîtres qui payent un tribut. Pièce qui trouve refuge à cette mystérieuse source, pièce perdue.

-Pièce perdue ? Je perdrais plutôt le domaine de mes pères, et je perdrais d'abord mon âme entre les mains de Satan que de permettre que ce cerf m'échappe, le seul qu'ait blessé ma lance, la primeur de mes sorties de chasseur… Le vois-tu ?… Le vois-tu ?… On la distingue encore par intervalles depuis ici…, ses pattes se dérobent, sa course se ralentit; laisse-moi…, laisse-moi… ; lâche cette bride ou je te renverse dans la poussière… Qui dit que je la laisserai atteindre la source ? Et si elle l'atteignait, au diable la source, sa limpidité et ceux qui l'habitent. Sus ! Éclair ! Sus, mon cheval ! Si tu la rattrapes, je ferai sertir les diamants de ma couronne sur ton caveçon d'or.

Cheval et cavalier partirent comme un ouragan.

Íñigo les suivit du regard jusqu'à ce qu'il se perdent dans les buissons ; puis il tourna les yeux autour de lui ; tous, comme lui, demeurèrent immobiles et consternés.

Le veneur s'exclama à la fin :

-Messeigneurs, vous l'avez vu, je me suis exposé à mourir entre les sabots de son cheval pour le retenir. J'ai accompli mon devoir. Contre le diable la bravoure ne peut rien. Le veneur et son arbalète viennent jusqu'ici , au-delà que le chapelain et son goupillon s'y risquent, s'ils le souhaitent.


- II -


-Vous avez une sale mine ; vous marchez sombre et mélancolique ; qu'est-ce qui vous arrive ? Depuis ce jour, que je tiendrai toujours pour funeste, où vous avez atteint la source des Peupliers à la poursuite de ce gros gibier blessé, on dirait qu'une maudite sorcière vous dévore de l'intérieur par ses sortilèges.

Vous n'allez plus dans la forêt précédé de la meute bruyante, et la clameur de vos trompes n'en réveille plus les échos. Avec pour seule compagnie ces cogitations qui vous poursuivent, vous prenez chaque matin votre arbalète pour vous enfoncer dans l'épaisseur de la forêt et y rester jusqu'à ce que le soleil se cache. Et quand la nuit tombe et que vous regagnez, pâle et fatigué le château c'est en vain que je cherche dans votre gibecière les dépouilles de votre chasse. Qu'est-ce qui vous occupe de si longues heures loin de ceux qui vous chérissent le plus ?

Tandis que parlait Íñigo, Fernando, absorbé dans ses pensées, découpait machinalement des copeaux de son siège d'ébène à l'aide de son couteau de chasse.

Après un long silence, interrompu seulement par le crissement de la lame qui glissait sur le bois poli, le jeune homme s'exclama en s'adressant à son serviteur, comme s'il n'avait pas écouté une seule de ses paroles :

-Íñigo, toi qui es vieux ; toi qui connais chaque tanière de Moncayo, qui a traîné dans ses jupes poursuivant du gibier et qui, au cours de tes vagabondages de chasseur, est monté plus d'une fois à son sommet, dis-moi : as-tu par hasard rencontré une femme qui vit dans ses rochers ?

-Une femme ! -s'exclama le veneur avec stupeur et en le regardant avec insistance.

-Oui -dit le jeune homme- ; c'est une chose étrange qui m'arrive-là, très étrange… J'ai cru que je pourrai garder ce secret éternellement, mais ça n'est plus possible ; ça déborde de mon cœur et s'affiche sur mon visage. Je vais, donc, te le révéler… Tu m'aideras à dissiper le mystère qui entoure cette créature, qui, à ce qu'il semble, n'existe que selon moi, car personne ne la connaît, ni ne l'a vue, ni ne peut me fournir la moindre justification à son sujet.

Le veneur, sans desserrer les dents, rapprocha son tabouret jusqu'à le coller au siège de son seigneur, duquel il ne détachait pas un instant son regard épouvanté. Celui-ci, après avoir rassemblé ses idées, continua ainsi :

-Depuis ce jour où, en dépit de tes funestes prédictions, j'ai atteint la source des Peupliers et que, traversant ses eaux, je récupérai ce cerf que, par votre superstition, on a failli laissé fuir, mon âme est remplie de désir de solitude.

Tu ne connais pas cet endroit. Et bien, la source y jaillit d'une cache au sein de la roche et s'écoule goutte à goutte parmi les vertes feuilles flottantes des plantes qui poussent sur les rives de son bassin. Ces gouttes, qui lorsqu'elles se détachent brillent comme des points d'or et sonnent comme les notes d'un instrument, se rassemblent entre les gazons, et, tout en susurrant, d'un bruit semblable au vrombissement des abeilles qui bourdonnent autour des fleurs, se perdent dans les sables, et y forment un canal, en luttant contre les obstacles qui s'opposent à leur passage, se replient sur elles-mêmes, sautent, et fuient, et courent, les unes riant, les autres soupirant, jusqu'à tomber dans un lac. Elles y chutent dans une rumeur indescriptible. Des lamentations, des paroles, des noms, des chants, je ne sais pas trop ce que j'ai entendu dans cette rumeur en m'asseyant, seul et fébrile, sur l'éperon rocheux aux pieds duquel tombent les eaux de la source mystérieuse pour y stagner en une mare profonde, dont le vent du soir parvient à peine à rider la surface immobile.

Tout y est grand. La solitude et ses mille rumeurs inconnues y vit et enivre l'esprit par son innéfable mélancolie. Dans les feuilles argentée des peupliers, dans les creux des roches, dans l'onde de l'eau il semble que nous parlent les esprits invisables de le Nature, qui reconnaissent un frère dans l'esprit immortel d'un homme.

Quand au matin tu me voyais prendre mon arbalète et me diriger vers la forêt, ce n'était jamais pour aller m'y perdre dans ses fourrés en quête de gibier, non ; j'allais m'asseoir au bord de la source, pour chercher dans ses eaux… que sais-je, une lubie ! Le jour où nous l'avons franchie d'un bond avec mon bon Éclair je crus avoir vu briller au fond d'elle une étrange chose…, très étrange… : les yeux d'une femme.

Peut-être n'avait-ce été qu'un rayon de soleil serpentant sur son écume ; peut-être une de ces fleurs qui flottent en son sein parmi les algues, et dont les calices semblent des émeraudes…, je ne sais pas ; j'ai cru voir un regard se planter dans le mien ; un regard qui alluma dans ma poitrine un désir absurde, irréalisable : celui de rencontrer une personne avec des yeux comme ceux-là.

Et c'est à sa recherche que j'allais, jour après jour, à cet endroit.

Et récemment, un soir… je me suis cru le jouet d'un songe…; mais non, elle est vraie ; je lui ai déjà parlé de nombreuses fois, comme je te parle en ce moment… ; un soir je l'ai trouvée assise à ma place, vêtue d'une robe qui descendait jusqu'à l'eau et flottait à sa surface, une femme belle au-delà de toute mesure. Ses cheveux étaient comme de l'or ; ses cils brillaient comme des fils de lumière, et entre ses cils s'agitaient des pupilles comme je n'en avais jamais vues…, oui, car les yeux de cette femme étaient d'une couleur improbable ; des yeux…

-Verts ! -s'exclama Íñigo avec un accent de profonde terreur, et en se redressant d'un bond de son siège.

Fernando le regarda à son tour avec surprise de l'entendre terminer sa phrase pour lui, et il lui demanda avec un mélange d'anxiété de joie :

-Tu la connais ?

-Oh non ! -dit le veneur-. Dieu me garde de la connaître ! Mais mes pairs, en m'interdisant d'aller jusqu'à cet endroit, me dirent mille fois que l'esprit, lutin, démon ou femme qui habite en ses eaux, avait des yeux de cette couleur. Je vous en conjure, par ce qui vous est le plus cher sur cette terre, ne retournez pas à la source des Peupliers. Un jour ou l'autre sa vengeance vous atteindra, et vous expierez en mourant ce délit d'avoir profaner ses eaux.

-Par ce qui m'est le plus cher ?… -murmura le jeune homme avec un sourire triste.

-Oui -poursuivit l'ancien-: par vos parents, vos proches, par les larmes de celle que le ciel vous destine comme épouse, par celles d'un serviteur qui vous a vu naître…

-Sais-tu ce que j'ai de plus cher au monde ? Sais-tu pour quoi je donnerais l'amour de mon père, les baisers de celle qui m'a donné la vie, et tous les trésors de tendresse de toutes les femmes de la terre ? Pour un regard, pour un seul regard de ces yeux… Et tu voudrais que j'arrête de les chercher ?

Fernando prononça ces mots sur un tel ton, que la larme qui tremblait sur la paupière d'Íñigo s'écoula silencieuse sur sa joue, tandis qu'il s'exclamait d'une voix sombre :

-Que la volonté du ciel s'accomplisse !


- III -


-Qui es-tu ? De quel pays es-tu ? Où habites-tu ? Je viens chaque jour à ta recherche et je ne vois jamais ni le coursier qui t'a amené ici, ni les serviteurs qui portent ta litière. Brise une fois pour toutes le voile mystérieux dont tu t'enveloppes comme dans la nuit noire. Je t'aime, et, noble ou vilaine, je serai à toi, à toi pour toujours…

Le soleil avait franchi le sommet de la forêt ; l'ombre, à grands pas, envahissait sa jupe ; la brise gemissait parmi les peupliers de la source, et la brume, s'élevant peu à peu de la surface du lac, commençait à enrober les roches de la rive.

Sur une de ces roches, qui semblait prête à s'abîmer au fond des eaux, dont la surface reflétait, en tremblant, l'aîné des Almenar, à genoux aux pieds de sa mystérieuse amante, tentant vainement de lui arracher le secret de son existence.

Elle était belle, belle et pâle comme une statue d'albâtre. L'une de ses boucles tombait sur son épaule, en s'immisçant entre les plis de son voile, comme un rayon de soleil qui transperce les nuages, et ses pupilles brillaient enchâssées dans ses cils blonds, comme deux émeraudes serties dans un bijou en or.

Quand le jeune homme acheva de lui parler, ses lèvres remuèrent comme pour prononcer quelques mots ; mais elles n'exhalèrent qu'un soupir, un faible soupir, douloureux, comme celui de l'onde légère qui vient mourir entre les joncs, poussée par la brise.

-Tu ne me réponds pas ! -s'exclama Fernando ses espoirs déçus- Veux-tu que je donne crédit à ce qu'on m'a dit de toi ? Oh! Non… Parle-moi ; je veux savoir si tu m'aimes ; je veux savoir si je peux t'aimer, si tu es une femme…

-Ou un démon… Et quand bien même ?

Le jeune homme hésita un instant ; une sueur froide parcourut ses membres ; ses pupilles se dilatèrent en se plantant avec encore plus d'intensité dans celles de la femme, et, fasciné par leur lueur phosphorescente, presque dément, il s'exclama dans un élan d'amour :

-Quand bien même tu serais un démon…, je t'aimerais comme je t'aime à présent, comme c'est mon destin de t'aimer, même après cette vie, s'il y a quelque chose après elle.

-Fernando -dit alors la belle d'une voix qui ressemblait à de la musique-, je t'aime encore plus que tu ne m'aimes ; moi qui descends jusqu'à un mortel alors que je suis un esprit pur. Je ne suis pas une femme comme il en existent sur la terre ; je suis une femme digne de toi, qui es supérieur aux autres hommes. Je vis au fond de ces eaux ; incorporelle comme elles, fugace et transparente, je parle par leurs rumeurs et j'ondule dans leurs plis. Je ne punis pas celui qui ose troubler la source où je demeure ; je le récompense plutôt de mon amour, comme un mortel au-dessus des superstitions du vulgaire, comme un amant capable de comprendre ma tendresse étrange et mystérieuse.

Tandis qu'elle parlait ainsi, le jeune homme, absorbé dans la contemplation de sa fantastique beauté, attiré comme par une force inconnue, s'approchait de plus en plus du bord du rocher. La femme aux yeux verts poursuivit ainsi :

-Vois-tu, vois-tu le fond limpide de ce lac, vois-tu ces plantes aux grandes feuilles vertes qui s'y agitent ?… Elles nous feront une couche d'émeraudes et de coraux… et moi… je te prodiguerait un bonheur sans nom, ce bonheur dont tu as rêvé en tes heures de délire, et que personne ne peut t'offrir… Viens ; la brume du lac flotte sur nos têtes comme un pavillon de lin… ; les eaux nous appellent de leurs voix incompréhensibles ; le vent entame dans les peupliers ses hymnes d'amour; viens…, viens…

La nuit commençait à étendre son ombre ; la lune brasillait à la surface du lac ; la brume tourbillonnait dans le souffle de l'air, et les yeux verts brillaient dans l'obscurité comme les feux-follets qui courent au-dessus des eaux insalubres… Viens…, viens… Ces mots bourdonnaient aux oreilles de Fernando comme une supplique. Viens… Et la femme mystérieuse l'appelait au bord de l'abîme,au-dessus duquel elle était suspendue, et paraissait lui offrir un baiser…, un baiser…

Fernando fit un pas vers elle… ; un autre…, et il sentit des bras graciles et souples que se liaient autour de son cou, et une sensation de froid sur ses lèvres ardentes, un baiser de neige…, il vacilla…, et perdit pied, et tomba à l'eau dans une clameur sourde et lugubre.

Les eaux sautèrent en étincelles de lumière et se refermèrent sur son corps, et leurs cercles d'argent s'élargirent et s'élargirent jusqu'à venir expirer sur les berges.

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