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Gustavo Adolfo Bécquer | |
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Rimas y leyendas - 3 - El rayo de luna | Rimes et légendes - 3 - Le rayon de lune |
Yo no sé si esto es una historia que parece cuento o un cuento que parece historia ; lo que puedo decir es que en su fondo hay una verdad, una verdad muy triste, de la que acaso yo seré uno de los últimos en aprovecharme, dadas mis condiciones de imaginación. Otro, con esta idea, tal vez hubiera hecho un tomo de filosofía lacrimosa ; yo he escrito esta leyenda, que a los demás que nada vean en su fondo al menos podrá entretenerles un rato. - I - Era noble, había nacido entre el estruendo de las armas, y el insólito clamor de una trompa de guerra no lo hubiera hecho levantar la cabeza un instante ni apartar sus ojos de un punto del oscuro pergamino en que leía la última cantiga de un trovador. Los que quisieran encontrarle no le debían buscar en el anchuroso patio de su castillo, donde los palafreneros domaban los potros, los pajes enseñaban a volar a los halcones y los soldados se entretenían los días de reposo en afilar el hierro de su lanza contra una piedra. -¿Dónde está Manrique, dónde está vuestro señor? -preguntaba algunas veces su madre. -No sabemos -respondían sus servidores- ; acaso estará en el claustro del monasterio de la Peña, sentado al borde de una tumba, prestando oído a ver si sorprende alguna palabra de la conversación de los muertos, o en el puente, mirando correr unas tras otras las olas del río por debajo de sus arcos ; o acurrucado en la quiebra de una roca y entretenido en contar las estrellas del cielo, en seguir una nube con la vista o contemplar los fuegos fatuos que cruzan como exhalaciones sobre el haz de las lagunas. En cualquiera parte estará, menos en donde esté todo el mundo. En efecto, Manrique amaba la soledad, y la amaba de tal modo, que algunas veces hubiera deseado no tener sombra, porque su sombra no le siguiese a todas partes. Amaba la soledad, porque en su seno, dando rienda suelta a la imaginación, forjaba un mundo fantástico, habitado por extrañas creaciones, hijas de sus delirios y sus ensueños de poeta ; porque Manrique era poeta, tanto, que nunca le habían satisfecho las formas en que pudiera encerrar sus pensamientos, y nunca los había encerrado al escribirlos. Creía que entre las rojas ascuas del hogar habitaban espíritus de fuego de mil colores, que corrían como insectos de oro a lo largo de los troncos encendidos o danzaban en una luminosa ronda de chispas en la cúspide de las llamas, y se pasaba las horas muertas sentado en un escabel junto a la alta chimenea gótica, inmóvil y con los ojos fijos en la lumbre. Creía que en el fondo de las ondas del río, entre los musgos de la fuente y sobre los vapores del lago vivían unas mujeres misteriosas, hadas, sílfides u ondinas, que exhalaban lamentos y suspiros o cantaban y se reían en el monótono rumor del agua, rumor que oía en silencio intentando traducirlo. En las nubes, en el aire, en el fondo de los bosques, en las grietas de las peñas, imaginaba percibir formas o escuchar sonidos misteriosos, formas de seres sobrenaturales, palabras ininteligibles que no podía comprender. ¡Amar! Había nacido para soñar el amor, no para sentirlo. Amaba a todas las mujeres un instante: a ésta porque era rubia, a aquélla porque tenía los labios rojos, a la otra porque se cimbreaba, al andar, como un junco. Algunas veces llegaba su delirio hasta el punto de quedarse una noche entera mirando a la luna, que flotaba en el cielo entre un vapor de plata, o a las estrellas, que temblaban a lo lejos como los cambiantes de las piedras preciosas. En aquellas largas noches de poético insomnio, exclamaba: -Si es verdad, como el prior de la Peña me ha dicho, que es posible que esos puntos de luz sean mundos ; si es verdad que en ese globo de nácar que rueda sobre las nubes habitan gentes, ¡qué mujeres tan hermosas serán las mujeres de esas regiones luminosas, y yo no podré verlas, y yo no podré amarlas!… ¿Cómo será su hermosura?… ¿Cómo será su amor? Manrique no estaba aún lo bastante loco para que le siguiesen los muchachos, pero sí lo suficiente para hablar y gesticular a solas, que es por donde se empieza. - II - Sobre el Duero, que pasaba lamiendo las carcomidas y oscuras piedras de las murallas de Soria, hay un puente que conduce de la ciudad al antiguo convento de los Templarios, cuyas posesiones se extendían a lo largo de la opuesta margen del río. En la época a que nos referimos, los caballeros de la Orden habían ya abandonado sus históricas fortalezas ; pero aún quedaban en pie los restos de los anchos torreones de sus muros ; aún se veían, como en parte se ven hoy, cubiertos de hiedra y campanillas blancas, los macizos arcos de su claustro, las prolongadas galerías ojivales de sus patios de armas, en las que suspiraba el viento con un gemido, agitando las altas hierbas. En los huertos y en los jardines, cuyos senderos no hollaban hacía muchos años las plantas de los religiosos, la vegetación, abandonada a sí misma, desplegaba todas sus galas, sin temor de que la mano del hombre la mutilase, creyendo embellecerla. Las plantas trepadoras subían encaramándose por los añosos troncos de los árboles ; las sombrías calles de álamos, cuyas copas se tocaban y se confundían entre sí, se habían cubierto de césped ; los cardos silvestres y las ortigas brotaban en medio de los enarenados caminos, y en dos trozos de fábrica, próximos a desplomarse, el jaramago, flotando al viento como el penacho de una cimera, y las campanillas blancas y azules, balanceándose como en un columpio sobre sus largos y flexibles tallos, pregonaban la victoria de la destrucción y la ruina. Era de noche ; una noche de verano, templada, llena de perfumes y de rumores apacibles, y con una luna blanca y serena en mitad de un cielo azul, luminoso y transparente. Manrique, presa su imaginación de un vértigo de poesía, después de atravesar el puente, desde donde contempló un momento la negra silueta de la ciudad, que se destacaba sobre el fondo de algunas nubes blanquecinas y ligeras arrolladas en el horizonte, se internó en las desiertas ruinas de los Templarios. La media noche tocaba a su punto. La luna, que se había ido remontando lentamente, estaba ya en lo más alto del cielo, cuando, al entrar en una oscura alameda que conducía desde el derruido claustro a la margen del Duero, Manrique exhaló un grito leve, ahogado, mezcla extraña de sorpresa, de temor y de júbilo. En el fondo de la sombría alameda había visto agitarse una cosa blanca, que flotó un momento y desapareció en la oscuridad. La orla del traje de una mujer, de una mujer que había cruzado el sendero y se ocultaba entre el follaje, en el mismo instante en que el loco soñador de quimeras o imposibles penetraba en los jardines. - III - Llegó al punto en que había visto perderse entre la espesura de las ramas a la mujer misteriosa. Había desaparecido. ¿Por dónde? Allá lejos creyó divisar, por entre los cruzados troncos de los árboles, como una claridad o una forma blanca que se movía. -¡Es ella, es ella, que lleva alas en los pies y huye como una sombra! -dijo ; y se precipitó en su busca, separando con las manos las redes de hiedra que se extendían como un tapiz de unos en otros álamos. Llegó rompiendo por entre la maleza y las plantas parásitas hasta una especie de rellano que iluminaba la claridad del cielo… ¡Nadie! -¡Ah, por aquí, por aquí va! -exclamó entonces-. Oigo sus pisadas sobre las hojas secas, y el crujido de su traje, que arrastra por el suelo y roza en los arbustos -y corría, y corría como un loco de aquí para allá, y no la veía-. Pero siguen sonando sus pisadas -murmuró otra vez- ; creo que ha hablado ; no hay duda, ha hablado… El viento que suspira entre las ramas ; las hojas, que parece que rezan en voz baja, me han impedido oír lo que ha dicho ; pero no hay duda, va por ahí, ha hablado…, ha hablado… ¿En qué idioma? No sé, pero es una lengua extranjera… Y tornó a correr en su seguimiento, unas veces creyendo verla, otras pensando oírla ; ya notando que las ramas por entre las cuales había desaparecido se movían ; ya imaginando distinguir en la arena la huella de sus breves pies ; luego, firmemente persuadido de que un perfume especial que aspiraba a intervalos era un aroma perteneciente a aquella mujer que se burlaba de él, complaciéndose en huirle por entre aquellas intrincadas malezas. ¡Afán inútil! Vagó algunas horas de un lado a otro fuera de sí, ya parándose para escuchar, ya deslizándose con las mayores precauciones sobre la hierba, ya en una carrera frenética y desesperada. Avanzando, avanzando por entre los inmensos jardines que bordaban la margen del río, llegó al fin al pie de las rocas sobre que se eleva la ermita de San Saturio. -Tal vez desde esta altura podré orientarme para seguir mis pesquisas a través de ese confuso laberinto -exclamó trepando de peña en peña con la ayuda de su daga. Llegó a la cima, desde la que se descubre la ciudad en lontananza y una gran parte del Duero que se retuerce a sus pies, arrastrando una corriente impetuosa y oscura por entre las corvas márgenes que lo encarcelan. Manrique, una vez en lo alto de las rocas, tendió la vista a su alrededor ; pero al tenderla y fijarla al cabo en un punto, no pudo contener una blasfemia. La luz de la luna rielaba chispeando en la estela que dejaba en pos de sí una barca que se dirigía a todo remo a la orilla opuesta. En aquella barca había creído distinguir una forma blanca y esbelta, una mujer, sin duda la mujer que había visto en los Templarios, la mujer de sus sueños, la realización de sus más locas esperanzas. Se descolgó de las peñas con la agilidad de un gamo, arrojó al suelo la gorra, cuya redonda y larga pluma podía embarazarle para correr, y desnudándose del ancho capotillo de terciopelo, partió como una exhalación hacia el puente. Pensaba atravesarlo y llegar a la ciudad antes que la barca tocase en la otra orilla. ¡Locura! Cuando Manrique llegó jadeante y cubierto de sudor, a la entrada, ya los que habían atravesado el Duero por la parte de San Saturio, entraban en Soria por una de las puertas del muro, que en aquel tiempo llegaba hasta la margen del río, en cuyas aguas se retrataban sus pardas almenas. - IV - Aunque desvanecida su esperanza de alcanzar a los que habían entrado por el postigo de San Saturio, no por eso nuestro héroe perdió la de saber la casa que en la ciudad podía albergarlos. Fija en su mente esta idea, penetró en la población, y dirigiéndose hacia el barrio de San Juan, comenzó a vagar por sus calles a la ventura. Las calles de Soria eran entonces, y lo son todavía, estrechas, oscuras y tortuosas. Un silencio profundo reinaba en ellas, silencio que sólo interrumpían ora el lejano ladrido de un perro, ora el rumor de una puerta al cerrarse, ora el relincho de un corcel que, piafando, hacía sonar la cadena que le sujetaba al pesebre en las subterráneas caballerizas. Manrique, con el oído atento a estos rumores de la noche, que unas veces le parecían los pasos de alguna persona que había doblado ya la última esquina de un callejón desierto ; otras, voces confusas de gentes que hablaban a sus espaldas y que a cada momento esperaba ver a su lado, anduvo algunas horas corriendo al azar de un sitio a otro. Por último, se detuvo al pie de un caserón de piedra, oscuro y antiquísimo, y al detenerse brillaron sus ojos con una indescriptible expresión de alegría. En una de las altas ventanas ojivales de aquel que pudiéramos llamar palacio se veía un rayo de luz templada y suave que, pasando a través de unas ligeras colgaduras de seda color de rosa, se reflejaba en el negruzco y grieteado paredón de la casa de enfrente. -No cabe duda ; aquí vive mi desconocida -murmuró el joven en voz baja sin apartar un punto sus ojos de la ventana gótica-, aquí vive. Ella entró por el postigo de San Saturio… ; por el postigo de San Saturio se viene a este barrio… ; en este barrio hay una casa donde, pasada la media noche, aún hay gente en vela… ¿En vela? ¿Quién sino ella, que vuelve de sus nocturnas excursiones, puede estarlo a estas horas?… No hay más ; ésta es su casa. En esta firme persuasión, y revolviendo en su cabeza las más locas y fantásticas imaginaciones, esperó el alba frente a la ventana gótica, de la que en toda la noche no faltó la luz, ni él separó la vista un momento. Cuando llegó el día, las macizas puertas del arco que daba entrada al caserón, y sobre cuya clave se veían esculpidos los blasones de su dueño, giraron pesadamente sobre los goznes, con un chirrido prolongado y agudo. Un escudero reapareció en el dintel con un manojo de llaves en la mano, restregándose los ojos y enseñando al bostezar una caja de dientes capaces de dar envidia a un cocodrilo. Verle Manrique y lanzarse a la puerta todo fue obra de un instante. -¿Quién habita en esta casa? ¿Cómo se llama ella? ¿De dónde es? ¿A qué ha venido a Soria? ¿Tiene esposo? Responde, responde, animal. Ésta fue la salutación que, sacudiéndole el brazo violentamente, dirigió al pobre escudero, el cual, después de mirarle un buen espacio de tiempo con ojos espantados y estúpidos, le contestó con voz entrecortada por la sorpresa: -En esta casa vive el muy honrado señor D. Alonso de Valdecuellos, montero mayor de nuestro señor el rey, que, herido en la guerra contra moros, se encuentra en esta ciudad reponiéndose de sus fatigas. -¿Pero y su hija? -interrumpió el joven, impaciente-. ¿Y su hija, o su hermana, o su esposa, o lo que sea? -No tiene ninguna mujer consigo. -¡No tiene ninguna!… ¿Pues quién duerme allí en aquel aposento, donde toda la noche he visto arder una luz? -¿Allí? Allí duerme mi señor D. Alonso, que, como se halla enfermo, mantiene encendida su lámpara hasta que amanece. Un rayo cayendo de improviso a sus pies no le hubiera causado más asombro que el que le causaron estas palabras. - V - -Yo la he de encontrar, la he de encontrar ; y si la encuentro, estoy casi seguro de que he de conocerla… ¿En qué?… Eso es lo que no podré decir…, pero he de conocerla. El eco de sus pisadas o una sola palabra suya que vuelva a oír ; un extremo de su traje, un solo extremo que vuelva a ver me bastarán para conseguirlo. Noche y día estoy mirando flotar delante de mis ojos aquellos pliegues de una tela diáfana y blanquísima ; noche y día me están sonando aquí dentro, dentro de la cabeza, el crujido de su traje, el confuso rumor de sus ininteligibles palabras… ¿Qué dijo?… ¿Qué dijo? ¡Ah!, si yo pudiera saber lo que dijo, acaso… ; pero, aún sin saberlo, la encontraré…, la encontraré ; me lo da el corazón, y mi corazón no me engaña nunca. Verdad es que ya he recorrido inútilmente todas las calles de Soria ; que he pasado noches y noches al sereno, hecho poste de una esquina ; que he gastado más de veinte doblas en oro en hacer charlar a dueñas y escuderos ; que he dado agua bendita en San Nicolás a una vieja, arrebujada con tal arte en su manto de anascote, que se me figuró una deidad ; y al salir de la Colegiata una noche de maitines he seguido como un tonto la litera del arcediano, creyendo que el extremo de sus hopalandas era el del traje de mi desconocida ; pero no importa… ; yo la he de encontrar, y la gloria de poseerla excederá seguramente al trabajo de buscarla. ¿Cómo serán sus ojos?… Deben de ser azules, azules y húmedos como el cielo de la noche ; me gustan tanto los ojos de ese color ; son tan expresivos, tan melancólicos, tan… Sí…, no hay duda ; azules deben de ser ; azules son, seguramente, y sus cabellos, negros, muy negros y largos para que floten… Me parece que los vi flotar aquella noche, al par que su traje, y eran negros… ; no me engaño, no ; eran negros. ¡Y qué bien sientan unos ojos azules, muy rasgados y adormidos, y una cabellera suelta, flotando y oscura, a una mujer alta… ; porque… ella es alta, alta y esbelta, como esos ángeles de las portadas de nuestras basílicas, cuyos ovalados rostros envuelven en un misterioso crepúsculo las sombras de sus doseles de granito! ¡Su voz!… Su voz la he oído… su voz es suave como el rumor del viento en las hojas de los álamos, y su andar, acompasado y majestuoso como las cadencias de una música. Y esa mujer, que es hermosa como el más hermoso de mis sueños de adolescente, que piensa como yo pienso, que gusta como yo gusto, que odia lo que yo odio, que es un espíritu hermano de mi espíritu, que es el complemento de mi ser, ¿no se ha de sentir conmovida al encontrarme? ¿No me ha de amar como yo la amaré, como yo la amo ya, con todas las fuerzas de mi vida, con todas las facultades de mi alma? Vamos, vamos al sitio donde la vi la primera y única vez que la he visto… ¿Quién sabe si, caprichosa como yo, amiga de la soledad y el misterio, como todas las almas soñadoras, se complace en vagar por entre las ruinas, en el silencio de la noche? Dos meses habían transcurrido desde que el escudero de D. Alonso de Valdecuellos desengañó al iluso Manrique ; dos meses, durante los cuales en cada hora había formado un castillo en el aire, que la realidad desvanecía con un soplo ; dos meses, durante los cuales había buscado en vano a aquella mujer desconocida, cuyo absurdo amor iba creciendo en su alma, merced a sus aún más absurdas imaginaciones, cuando, después de atravesar, absorto en estas ideas, el puente que conduce a los Templarios, el enamorado joven se perdió entre las intrincadas sendas de sus jardines. - VI - La noche estaba serena y hermosa ; la luna brillaba en toda su plenitud en lo más alto del cielo, y el viento suspiraba con un rumor dulcísimo entre las hojas de los árboles. Manrique llegó al claustro, tendió la vista por su recinto y miró a través de las macizas columnas de sus arcadas… Estaba desierto. Salió de él, encaminó sus pasos hacia la oscura alameda que conduce al Duero, y aún no había penetrado en ella, cuando de sus labios se escapó un grito de júbilo. Había visto flotar un instante, y desaparecer, el extremo del traje blanco, del traje blanco de la mujer de sus sueños, de la mujer que ya amaba como un loco. Corre, corre en su busca, llega al sitio en que la ha visto desaparecer ; pero al llegar se detiene, fija los espantados ojos en el suelo, permanece un rato inmóvil ; un ligero temblor nervioso agita sus miembros ; un temblor que va creciendo, que va creciendo, y ofrece los síntomas de una verdadera convulsión, y prorrumpe, al fin, en una carcajada sonora, estridente, horrible. Aquella cosa blanca, ligera, flotante, había vuelto a brillar ante sus ojos, pero había brillado a sus pies un instante, no más que un instante. Era un rayo de luna, un rayo de luna que penetraba a intervalos por entre la verde bóveda de los árboles cuando el viento movía sus ramas. Habían pasado algunos años. Manrique, sentado en un sitial junto a la alta chimenea gótica de su castillo, inmóvil casi y con una mirada vaga e inquieta como la de un idiota, apenas prestaba atención ni a las caricias de su madre ni a los consuelos de sus servidores. -Tú eres joven, tú eres hermoso -le decía aquélla- ; ¿por qué te consumes en la soledad? ¿Por qué no buscas una mujer a quien ames, y que, amándote, pueda hacerte feliz? -¡El amor!… El amor es un rayo de luna -murmuraba el joven. -¿Por qué no despertáis de ese letargo? -le decía uno de sus escuderos- ; os vestís de hierro de pies a cabeza, mandáis desplegar al aire vuestro pendón de ricohombre, y marchamos a la guerra ; en la guerra se encuentra la gloria. -¡La gloria!… La gloria es un rayo de luna. -¿Queréis que os diga una cantiga, la última que ha compuesto mosén Arnaldo, el trovador provenzal? -¡No! ¡No! -exclamó el joven incorporándose, colérico, en su sitial-. No quiero nada… ; es decir, sí quiero…: quiero que me dejéis solo… Cantigas…, mujeres…, glorias…, felicidad…, mentiras todo, fantasmas vanos que formamos en nuestra imaginación y vestimos a nuestro antojo, y los amamos y corremos tras ellos. ¿Para qué? ¿Para qué? Para encontrar un rayo de luna. Manrique estaba loco ; por lo menos, todo el mundo lo creía así. A mí, por el contrario, se me figuraba que lo que había hecho era recuperar el juicio. |
Je ne sais pas s'il s'agit d'un vécu qui ressemble à un conte ou d'un conte qui semble du vécu ; ce que je peux dire c'est qu'il y a là un fond de vérité, une très triste vérité, de laquelle je serai peut-être un des derniers à profiter, étant donnée ma faculté d'imagination. Tout autre eut peut-être fait, de cette idée, une somme philosophique larmoyante ; moi j'ai écrit cette légende, dont ceux qui n'en verront pas la portée pourront au moins se distraire un instant. - I - Il était noble, il naquit au milieu du tumulte des armes, et la clameur insolite d'une trompe de guerre ne lui aurait pas fait un instant levé la tête ni écarter le regard d'un pouce de l'obscur parchemin sur lequel il lisait la dernière chanson de geste d'un troubadour. Ceux qui voulaient le rencontrer ne devaient pas le chercher dans la cour spacieuse de son château, où les palefreniers domptaient les pouliches, les pages apprenaient à voler aux faucons et les soldats s'occupaient, les jours de repos, à affiler le fer de leur lance contre une pierre. -Où est Manrique, où est vôtre maître? -leur demandait parfois sa mère. -Nous ne le savons pas- répondaient ses serviteurs - ; il peut être au cloître du monastère de la Peña, assis au bord d'une tombe, prêtant l'oreille pour tenter de surprendre quelque mot de la conversation des morts, ou sur le pont, à regarder courir l'onde de la rivière sous ses arches ; ou pelotonné au creux d'un rocher occupé à compter les étoiles dans le ciel, à suivre un nuage du regard ou contempler les feux-follets qui se promènent comme des exhalaisons à la surface de la lagune. Il peut être n'importe où, sauf là où serait tout le monde. En effet, Manrique aimait la solitude, et il l'aimait tant, que parfois il aurait voulu ne pas avoir d'ombre, afin que son ombre ne le suive pas partout. Il aimait la solitude, parce qu'en son sein, en laissant libre cours à son imagination, il se forgeait un monde fantastique, habité par d'étranges créatures, filles de ses délires et de ses rêveries de poète ; car Manrique était poète, et à tel point, que jamais il n'avait été satisfait des formules dans lesquelles il aurait pu enchâsser ses pensées, et il n'était d'ailleurs jamais parvenu à les retranscrire. Il croyait que parmi les braises rouges du foyer vivaient des esprits de feu de mille couleurs, qu'ils couraient comme des insectes d'or le long des énormes bûches enflammées ou dansaient en une ronde lumineuse d'étincelles à la pointe des flammes, et il passait les heures creuses assis sur un escabeau face à la haute cheminée gothique, immobile et les yeux rivés sur l'âtre. Il croyait qu'au fond des eaux de la rivière, parmi les mousses de la fontaine et sur les vapeurs du lac vivaient des femmes mystérieuses, fées, sylphides ou ondines, qui exhalaient leurs soupirs et lamentations ou chantaient et riaient dans la rumeur monotone de l'eau, rumeur qu'il écoutait en silence en tentant de la comprendre. Dans les nuages, l'air, au fond des bois, dans les creux des rochers, il s'imaginait apercevoir des formes ou entendre des sons mystérieux, des formes d'êtres surnaturels, des mots inintelligibles qu'il ne pouvait comprendre. Aimer ;! Il était né pour rêver de l'amour, pas pour le ressentir. Il aimait chaque femme, un instant ;: celle-ci pour être blonde, celle-là pour ces lèvres rouges, cette autre pour montrer, dans sa démarche, une souplesse de roseau. Parfois son délire allait jusqu'à passer une nuit entière à regarder la lune, qui flottait au ciel dans une buée d'argent, ou les étoiles, qui tremblaient au loin comme les reflets des pierres précieuses. Pendant ces longues nuits d'insomnie poétique, il s'exclamait ;: -S'il est vrai, comme me l'a dit le prieur de la Peña, qu'il est possible que ces points lumineux soient des mondes ; s'il est vrai que sur ce globe de nacre qui roule sur les nuages habitent des gens, que les femmes de ces régions lumineuses doivent être belles ! Et moi je ne pourrai pas les voir…? Je ne pourrai pas les aimer… Quelle sera leur beauté ;?… quel sera leur amour ;? Manrique n'était cependant pas fou au point que les enfants lui courent après, mais suffisamment tout de même pour parler et gesticuler tout seul, et c'est bien par là que ça commence. - II - Sur le Douro, qui passait en léchant les pierres rongées et obscures des murailles de Soria, il y a un pont qui conduit à l'ancien couvent des Templiers, dont les terres s'étendaient le long de la rive opposée de la rivière. À l'époque à laquelle nous nous référons, les chevaliers de l'Ordre avaient déjà abandonné leurs forteresses historiques ; mais les vestiges des larges donjons de ses murailles étaient encore debout ; et se voyait toujours, comme encore en partie aujourd'hui, couverts de lierre et de liserons des haies, les arcs en plein cintre de son cloître, les longues galeries ogivales de ses cours d'armes, où le vent soupirait en gémissant et en agitant les hautes herbes. Dans les vergers et les jardins, dont les semelles des moines ne foulaient plus les sentiers depuis de nombreuses, la végétation, livrée à elle-même, déployait tout son décorum de gala, sans crainte que la main de l'homme ne la mutile, croyant l'embellir. Les plantes grimpantes s'élevaient en se hissant sur les troncs séculaires des arbres ; les sombres allées de peupliers, dont les cimes se touchaient et se mélangeaient entre elles, s'étaient couvertes de gazon ; les cardières et les orties poussaient au milieu de chemins sablonneux, et sur deux bouts de construction en dur, menaçant ruine, des (1°) ravenelles, flottant au vent comme le panache du cimier d'un casque, leurs clochettes blanches et bleutées se balançant comme des escarpolettes au bout de leurs longues tiges flexibles, claironnaient la victoire de la destruction et de la ruine. C'était la nuit ; une nuit d'été, tiède, pleine de parfums et de rumeurs paisibles, et une lune blanche et sereine trônait au beau milieu d'un ciel bleu, lumineux et transparent. Manrique, l'imagination embarquée dans un vertige de poésie, après avoir traversé le pont, d'où il contempla un instant la silhouette noire de la ville qui se détachait sur le fond de quelques légers nuages blanchâtres écrasés sur l'horizon, pénétra dans les ruines désertes des Templiers. C'était pile le milieu de la nuit. La lune, qui s'était lentement élevée, était au plus haut dans le ciel, lorsque, entrant dans une allée obscure qui conduisait du cloître éboulé à la rive du Douro , Manrique émit un léger cri étouffé, mélange étrange de surprise, de crainte et de joie. Au fond de la sombre allée il avait vu s'agiter une chose blanche, qui flotta un instant et disparut dans l'obscurité. Le bas de la robe d'une femme, d'une femme qui avait traversé le sentier et se cachait dans le feuillage, à l'instant même où notre fou, rêveur de chimères ou d'aberrations pénétrait dans les jardins. - III - Il parvint à l'endroit exact où il avait vu la femme mystérieuse se perdre dans l'épaisseur des branches. Elle avait disparu. Par où ;? Au loin là-bas il crut distinguer, dans l'entrecroisement des troncs des arbres, comme le mouvement d'une forme claire et blanche. -C'est elle, c'est elle, elle a les pieds ailés et fuit comme une ombre ;! -dit-il ; et il se précipita à sa recherche, écartant des mains les filets de lierre qui s'étendaient comme une tenture d'un peuplier à l'autre. Il arriva en coupant parmi les broussailles et les mauvaises herbes jusqu'à une sorte de terre-plein qu'illuminait la clarté du ciel… Personne ;! -Ah, par ici, elle s'en va par ici ;! -s'exclama-t'il alors-. Il l'entendit piétiner les feuilles mortes, et le crissement de sa robe, qui traînait sur le sol et et se frottait aux arbustes -et il courrait, il courrait comme un fou de-ci, de-là et il ne la voyait pas-. Mais je continue d'entendre résonner ses pas -murmura-t'il à nouveau- ; je crois qu'elle a parlé ; oui, ça ne fait pas de doute, elle a parlé… Le vent qui soupire entre les branches ; les feuilles, qui semblent prier à voix basse, m'ont empêché d'entendre ce qu'elle a dit ; mais ça ne fait pas de doute, elle est par là, elle a parlé…, elle a parlé… Dans quelle langue ;? Je ne sais pas, mais c'est une langue étrangère… Et il se remit à courir à sa poursuite, croyant la voir parfois, d'autres fois pensant l'entendre ; soit qu'il remarquât que les branches entre lesquelles elle avait disparu bougeaient ; soit qu'il s'imaginât distinguer sur le sable la trace de ses lestes pieds ; puis, fermement persuadé qu'un parfum particulier qu'il respirait par moments était un arôme appartenant à cette femme qui se moquait de lui, s'amusant à le fuir à travers ses broussailles touffues. Peine perdue ! Il erra quelques heures d'un côté et de l'autre hors de lui, s'arrêtant ici pour écouter, se glissant là sur l'herbe avec la plus extrême précaution, ou se lançant dans une course désespérée. A force d'avancer parmi les immense jardins qui bordaient la rivière, il finit par arriver aux pieds des roches sur lesquelles se dressait l'ermitage de Saint Saturio. -Peut-être que depuis cette hauteur je pourrai m'orienter pour poursuivre mes recherches à travers la confusion de ce labyrinthe -s'exclama-t'il en grimpant de roche en roche à l'aide de sa dague. Il arriva au sommet, d'où l'on découvrait la ville dans le lointain et une grande partie du cours du Douro qui se tortille à ses pieds, s'arrachant en un courant impétueux et sombre entre les courbes des rives qui l'emprisonnent. Manrique, une fois sur le haut des rochers, scruta alentour ; mais en fixant enfin son regard sur un point précis, il ne put réprimer un juron. La lumière de la lune scintillait en faisant étinceler dans le sillage qu'elle laissait derrière elle une barque qui se dirigeait à toute allure vers la rive opposée. Dans cette barque il avait cru distinguer une forme blanche et svelte, une femme, sans doute la femme qu'il avait vue chez les Templiers, la femme de ses rêves, la réalisation de ses espoirs les plus fous. Il se détacha des rocher avec l'agi lité d'un daim, il jeta son béret à terre, car sa grande plume arrondie l'aurait gêné pour courir, et se défaisant de son ample cape de velours, il partit en coup de vent vers le pont. Il pensait le traverser et arriver à la ville avant que la barque touche l'autre rive. Pure folie ! Quand Manrique arriva haletant et en nage, à l'entrée du pont, ceux qui avaient traversé le Douro du côté de Saint Saturio, entraient dans Soria par une des portes de la muraille, qui en ce temps-là atteignait le bord de la rivière, dans les eaux duquel se reflétaient ses remparts bruns. - IV - Bien que son espoir de rattraper ceux qui étaient entrés par la poterne de Saint Saturio se soit évanoui, ce n'est pas pour autant que notre héros avait perdu celui de découvrir la maison de la ville où ils étaient hébergés. Cette idée fixe en tête, il pénétra dans la ville, et tout en se dirigeant vers le quartier de Saint Jean, il commença à errer par les rues au hasard. Les rues de Soria étaient alors, et elles le sont d'ailleurs encore, étroites, obscures et tortueuses. Il y régnait un silence profond, silence que n'interrompait soit l'aboiement lointain d'un chien, soit le bruit d'un porte qui se fermait, soit le hennissement d'un coursier qui, en piaffant, faisait sonner la chaîne par laquelle il était retenu à sa mangeoire dans les écuries souterraines. Manrique, l'oreille attentive à ces rumeurs de la nuit, qui lui semblaient parfois les pas d'une personne qui venait de tourner le coin d'une ruelle désert ; d'autres fois, les voix confuses de gens qui parlaient dans son dos et qu'il s'attendait à voir à ses côtés à tout moment, marcha quelques heures allant au hasard d'un endroit à un autre. Finalement, il s'arrêta au pied d'une bâtisse en pierre, obscure et très ancienne, et ses yeux se mirent à briller d'une indescriptible expression de joie. À l'une des hautes fenêtres en ogive de ce que nous pourrions appeler un palais on voyait un rayon de lumière douce et suave qui, en traversant l'une des légères tenture de soie rose, se reflétait sur le gros mur noirâtre et lézardé de la maison d'en face. -Y-a pas de doute ; c'est ici que vit mon inconnue -murmura le jeune homme à voix basse sans détourner le moins du monde le regard de la fenêtre gothique-, elle habite ici. Elle est passée par la poterne de Saint Saturio… ; et de la poterne de Saint Saturio le chemin conduit à ce quartier… ; dans ce quartier il y a qu'une maison où, à minuit passé, il y ait encore du monde qui veille… Qui veille ? Qui, sinon elle, qui de retour de ses excursions nocturnes, peut être en train de veiller à ces heures-là ?… Ça ne peut être que ça ; c'est sa maison. Fort de cette ferme conviction, et tout en repassant dans sa tête les inventions les plus folles et fantastiques, il attendit l'aube face à la fenêtre gothique, de laquelle la lumière ne s'éteignit pas de la nuit, et dont il ne détourna pas non plus le regard un instant. Quand vint le jour, les massives portes du porche qui constituait l'entrée de la bâtisse, et au-dessus de la clef de voûte duquel étaient sculptées les armes du propriétaire, tournèrent pesamment sur leurs gonds, avec un long crissement aigu. Un écuyer apparut sur le seuil un jeu de clefs à la main, se frottant les yeux et découvrant dans un bâillement une “boîte à dents” qui aurait rendu envieux même un crocodile. Le voir et se lancer vers la porte ne prit à Manrique qu'un instant. -Qui habite cette maison ? Comment s'appelle-t'elle ? D'où est-elle ? Que vient-elle faire à Soria ? Est-elle mariée ? Répond, répond, animal ! Telle furent les salutations qu'en lui secouant violemment le bras, il adressa au pauvre écuyer, lequel, après l'avoir regardé un bon moment avec des yeux épouvantés et stupides, lui répondit la voix encore entrecoupée par la surprise : -Dans cette maison habite le très honorable Don Alonso de Valdecuellos, grand veneur de notre seigneur le roi, qui, blessé lors de la guerre contre les maures, se trouve dans cette ville pour se remettre de ses fatigues. -Mais sa fille ? -l'interrompit le jeune homme, impatient-. Et sa fille, ou sa sœur, ou son épouse, ou qui qu'elle soit ? -Il n'y a aucune femme avec lui. -Aucune femme !… Alors qui dort là dans cette chambre, où j'ai vu briller une lumière la nuit entière ? -Là ? C'est mon maître Don Alonso, qui, puisqu'il est malade, garde sa lumière allumée jusqu'au matin. Un éclair tombant tout à coup à ses pieds ne lui aurait pas causé davantage de surprise que celle que lui causèrent ces paroles. - V - -Yo la he de encontrar, la he de encontrar ; y si la encuentro, estoy casi seguro de que he de conocerla… ¿En qué?… Eso es lo que no podré decir…, pero he de conocerla. El eco de sus pisadas o una sola palabra suya que vuelva a oír ; un extremo de su traje, un solo extremo que vuelva a ver me bastarán para conseguirlo. Noche y día estoy mirando flotar delante de mis ojos aquellos pliegues de una tela diáfana y blanquísima ; noche y día me están sonando aquí dentro, dentro de la cabeza, el crujido de su traje, el confuso rumor de sus ininteligibles palabras… ¿Qué dijo?… ¿Qué dijo? ¡Ah!, si yo pudiera saber lo que dijo, acaso… ; pero, aún sin saberlo, la encontraré…, la encontraré ; me lo da el corazón, y mi corazón no me engaña nunca. Verdad es que ya he recorrido inútilmente todas las calles de Soria ; que he pasado noches y noches al sereno, hecho poste de una esquina ; que he gastado más de veinte doblas en oro en hacer charlar a dueñas y escuderos ; que he dado agua bendita en San Nicolás a una vieja, arrebujada con tal arte en su manto de anascote, que se me figuró una deidad ; y al salir de la Colegiata una noche de maitines he seguido como un tonto la litera del arcediano, creyendo que el extremo de sus hopalandas era el del traje de mi desconocida ; pero no importa… ; yo la he de encontrar, y la gloria de poseerla excederá seguramente al trabajo de buscarla. ¿Cómo serán sus ojos?… Deben de ser azules, azules y húmedos como el cielo de la noche ; me gustan tanto los ojos de ese color ; son tan expresivos, tan melancólicos, tan… Sí…, no hay duda ; azules deben de ser ; azules son, seguramente, y sus cabellos, negros, muy negros y largos para que floten… Me parece que los vi flotar aquella noche, al par que su traje, y eran negros… ; no me engaño, no ; eran negros. ¡Y qué bien sientan unos ojos azules, muy rasgados y adormidos, y una cabellera suelta, flotando y oscura, a una mujer alta… ; porque… ella es alta, alta y esbelta, como esos ángeles de las portadas de nuestras basílicas, cuyos ovalados rostros envuelven en un misterioso crepúsculo las sombras de sus doseles de granito! ¡Su voz!… Su voz la he oído… su voz es suave como el rumor del viento en las hojas de los álamos, y su andar, acompasado y majestuoso como las cadencias de una música. Y esa mujer, que es hermosa como el más hermoso de mis sueños de adolescente, que piensa como yo pienso, que gusta como yo gusto, que odia lo que yo odio, que es un espíritu hermano de mi espíritu, que es el complemento de mi ser, ¿no se ha de sentir conmovida al encontrarme? ¿No me ha de amar como yo la amaré, como yo la amo ya, con todas las fuerzas de mi vida, con todas las facultades de mi alma? Vamos, vamos al sitio donde la vi la primera y única vez que la he visto… ¿Quién sabe si, caprichosa como yo, amiga de la soledad y el misterio, como todas las almas soñadoras, se complace en vagar por entre las ruinas, en el silencio de la noche? Dos meses habían transcurrido desde que el escudero de D. Alonso de Valdecuellos desengañó al iluso Manrique ; dos meses, durante los cuales en cada hora había formado un castillo en el aire, que la realidad desvanecía con un soplo ; dos meses, durante los cuales había buscado en vano a aquella mujer desconocida, cuyo absurdo amor iba creciendo en su alma, merced a sus aún más absurdas imaginaciones, cuando, después de atravesar, absorto en estas ideas, el puente que conduce a los Templarios, el enamorado joven se perdió entre las intrincadas sendas de sus jardines. - VI - La noche estaba serena y hermosa ; la luna brillaba en toda su plenitud en lo más alto del cielo, y el viento suspiraba con un rumor dulcísimo entre las hojas de los árboles. Manrique llegó al claustro, tendió la vista por su recinto y miró a través de las macizas columnas de sus arcadas… Estaba desierto. Salió de él, encaminó sus pasos hacia la oscura alameda que conduce al Duero, y aún no había penetrado en ella, cuando de sus labios se escapó un grito de júbilo. Había visto flotar un instante, y desaparecer, el extremo del traje blanco, del traje blanco de la mujer de sus sueños, de la mujer que ya amaba como un loco. Corre, corre en su busca, llega al sitio en que la ha visto desaparecer ; pero al llegar se detiene, fija los espantados ojos en el suelo, permanece un rato inmóvil ; un ligero temblor nervioso agita sus miembros ; un temblor que va creciendo, que va creciendo, y ofrece los síntomas de una verdadera convulsión, y prorrumpe, al fin, en una carcajada sonora, estridente, horrible. Aquella cosa blanca, ligera, flotante, había vuelto a brillar ante sus ojos, pero había brillado a sus pies un instante, no más que un instante. Era un rayo de luna, un rayo de luna que penetraba a intervalos por entre la verde bóveda de los árboles cuando el viento movía sus ramas. Habían pasado algunos años. Manrique, sentado en un sitial junto a la alta chimenea gótica de su castillo, inmóvil casi y con una mirada vaga e inquieta como la de un idiota, apenas prestaba atención ni a las caricias de su madre ni a los consuelos de sus servidores. -Tú eres joven, tú eres hermoso -le decía aquélla- ; ¿por qué te consumes en la soledad? ¿Por qué no buscas una mujer a quien ames, y que, amándote, pueda hacerte feliz? -¡El amor!… El amor es un rayo de luna -murmuraba el joven. -¿Por qué no despertáis de ese letargo? -le decía uno de sus escuderos- ; os vestís de hierro de pies a cabeza, mandáis desplegar al aire vuestro pendón de ricohombre, y marchamos a la guerra ; en la guerra se encuentra la gloria. -¡La gloria!… La gloria es un rayo de luna. -¿Queréis que os diga una cantiga, la última que ha compuesto mosén Arnaldo, el trovador provenzal? -¡No! ¡No! -exclamó el joven incorporándose, colérico, en su sitial-. No quiero nada… ; es decir, sí quiero…: quiero que me dejéis solo… Cantigas…, mujeres…, glorias…, felicidad…, mentiras todo, fantasmas vanos que formamos en nuestra imaginación y vestimos a nuestro antojo, y los amamos y corremos tras ellos. ¿Para qué? ¿Para qué? Para encontrar un rayo de luna. Manrique estaba loco ; por lo menos, todo el mundo lo creía así. A mí, por el contrario, se me figuraba que lo que había hecho era recuperar el juicio. |
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