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Gustavo Adolfo Bécquer | |
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Rimas y leyendas - 1 - Maese Pérez el organista | Rimes et légendes - 1 - Maître Pérez l'organiste |
En Sevilla, en el mismo atrio de Santa Inés, y mientras esperaba que comenzase la Misa del Gallo, oí esta tradición a una demandadera del convento. Como era natural, después de oírla, aguardé impaciente que comenzara la ceremonia, ansioso de asistir a un prodigio. Nada menos prodigioso, sin embargo, que el órgano de Santa Inés, ni nada más vulgar que los insulsos motetes que nos regaló su organista aquella noche. Al salir de la misa, no pude por menos de decirle a la demandadera con aire de burla: -¿En qué consiste que el órgano de maese Pérez suena ahora tan mal? -¡Toma! -me contestó la vieja-. En que éste no es el suyo. -¿No es el suyo? ¿Pues qué ha sido de él? -Se cayó a pedazos, de puro viejo, hace una porción de años. -¿Y el alma del organista? -No ha vuelto a parecer desde que colocaron el que ahora le substituye. Si a alguno de mis lectores se les ocurriese hacerme la misma pregunta después de leer esta historia ya sabe por qué no se ha continuado el milagroso portento hasta nuestros días. - I - -¿Veis ése de la capa roja y la pluma blanca en el fieltro, que parece que trae sobre su justillo todo el oro de los galeones de Indias ; aquel que baja en este momento de su litera para dar la mano a esa otra señora, que después de dejar la suya se adelanta hacia aquí, precedida de cuatro pajes con hachas? Pues ése es el marqués de Moscoso, galán de la condesa viuda de Villapineda. Se dice que antes de poner sus ojos sobre esta dama había pedido en matrimonio a la hija de un opulento señor ; mas el padre de la doncella, de quien se murmura que es un poco avaro… Pero, ¡calle!, en hablando del ruin de Roma, cátale aquí que asoma. ¿Veis aquél que viene por debajo del arco de San Felipe, a pie, embozado en una capa obscura, y precedido de un solo criado con una linterna? Ahora llega frente al retablo. Esto diciendo, la buena mujer que había servido de cicerone a su vecina atravesó el atrio del convento de Santa Inés, y codazo en éste, empujón en aquél, se internó en el templo, perdiéndose entre la muchedumbre que se agolpaba en la puerta. - II - La iglesia estaba iluminada con una profusión asombrosa. El torrente de luz que se desprendía de los altares para llenar sus ámbitos chispeaba en los ricos joyeles de las damas, que, arrodillándose sobre los cojines de terciopelo que tendían los pajes y tomando el libro de oraciones de manos de las dueñas, vinieron a formar un brillante círculo alrededor de la verja del presbiterio. Junto a aquella verja, de pie, envueltos en sus capas de color galoneadas de oro, dejando entrever con estudiado descuido las encomiendas rojas y verdes, en la una mano el fieltro, cuyas plumas besaban los tapices ; la otra sobre los bruñidos gavilanes del estoque o acariciando el pomo del cincelado puñal, los caballeros veinticuatro, con gran parte de lo mejor de la nobleza sevillana, parecían formar un muro, destinado a defender a sus hijas y a sus esposas del contacto de la plebe. Ésta, que se agitaba en el fondo de las naves, con un rumor parecido al del mar cuando se alborota, prorrumpió en una aclamación de júbilo, acompañada del discordante sonido de las sonajas y los panderos, al mirar aparecer al arzobispo, el cual, después de sentarse junto al altar mayor bajo un solio de grana que rodearon sus familiares, echó por tres veces la bendición al pueblo. Era la hora de que comenzase la misa. Transcurrieron, sin embargo, algunos minutos sin que el celebrante apareciese. La multitud comenzaba a rebullirse, demostrando su impaciencia ; los caballeros cambiaban entre sí algunas palabras a media voz y el arzobispo mandó a la sacristía a uno de sus familiares a inquirir el por qué no comenzaba la ceremonia. -Maese Pérez se ha puesto malo, muy malo, y será imposible que asista esta noche a la misa. Ésta fue la respuesta del familiar. La noticia cundió instantáneamente entre la muchedumbre. Pintar el efecto desagradable que causó en todo el mundo sería cosa imposible ; baste decir que comenzó a notarse tal bullicio en el templo que el asistente se puso de pie y los alguaciles entraron a imponer silencio, confundiéndose entre las apiñadas olas de la multitud. En aquel momento un hombre mal trazado, seco, huesudo y bisojo por añadidura se adelantó hasta el sitio que ocupaba el prelado. -Maese Pérez está enfermo -dijo- ; la ceremonia no puede empezar. Si queréis yo tocaré el órgano en su ausencia ; que ni maese Pérez es el primer organista del mundo ni a su muerte dejará de usarse ese instrumento por falta de inteligente… El arzobispo hizo una señal de asentimiento con la cabeza, y ya algunos de los fieles que conocían a aquel personaje extraño por un organista envidioso, enemigo del de Santa Inés, comenzaban a prorrumpir en exclamaciones de disgusto, cuando de improviso se oyó en el atrio un ruido espantoso. -¡Maese Pérez está aquí!… ¡Maese Pérez está aquí!… A estas voces de los que estaban apiñados en la puerta todo el mundo volvió la cara. Maese Pérez, pálido y desencajado, entraba, en efecto, en la iglesia, conducido en un sillón, que todos se disputaban el honor de llevar en sus hombros. Los preceptos de los doctores, las lágrimas de su hija, nada había sido bastante a detenerle en el lecho. -No -había dicho- ; ésta es la última, lo conozco, lo conozco, y no quiero morir sin visitar mi órgano, y esta noche sobre todo, la Nochebuena. Vamos, lo quiero, lo mando ; vamos a la iglesia. Sus deseos se habían cumplido ; los concurrentes le subieron en brazos a la tribuna y comenzó la misa. En aquel momento sonaban las doce en el reloj de la catedral. Pasó el introito, y el Evangelio, y el ofertorio, y llegó el instante solemne en que el sacerdote toma con la extremidad de sus dedos la Sagrada Forma y después de haberla consagrado comienza a elevarla. Una nube de incienso que se desenvolvía en ondas azuladas llenó el ámbito de la iglesia ; las campanillas repicaron con un sonido vibrante, y maese Pérez puso sus crispadas manos sobre las teclas del órgano. Las cien voces de sus tubos de metal resonaron en un acorde majestuoso y prolongado, que se perdió poco a poco, como si una ráfaga de aire hubiese arrebatado sus últimos ecos. A este primer acorde, que parecía una voz que se elevaba desde la tierra al cielo, respondió otro lejano y suave que fue creciendo, creciendo, hasta convertirse en un torrente de atronadora armonía. Era la voz de los ángeles que atravesando los espacios llegaba al mundo. Después comenzaron a oírse como unos himnos distantes que entonaban las jerarquías de serafines ; mil himnos a la vez, al confundirse, formaban uno solo, que, no obstante, era no más el acompañamiento de una extraña melodía, que parecía flotar sobre aquel océano de misteriosos ecos como un jirón de niebla sobre las olas del mar. Luego fueron perdiéndose unos cantos, después otros ; la combinación se simplificaba. Ya no eran más que dos voces cuyos ecos se confundían entre sí ; luego quedó una aislada, sosteniendo una nota brillante como un hilo de luz… El sacerdote inclinó la frente, y por encima de su cabeza cana y como a través de una gasa azul que fingía el humo del incienso apareció la Hostia a los ojos de los fieles. En aquel instante la nota que maese Pérez sostenía trinando se abrió, se abrió, y una explosión de armonía gigante estremeció la iglesia, en cuyos ángulos zumbaba el aire comprimido y cuyos vidrios de colores se estremecían en sus angostos ajimeces. De cada una de las notas que formaban aquel magnífico acorde se desarrolló un tema, y unos cerca, otros lejos, éstos brillantes, aquéllos sordos, diríase que las aguas y los pájaros, las brisas y las frondas, los hombres y los ángeles, la tierra y los cielos, cantaban cada cual en su idioma un himno al nacimiento del Salvador. La multitud escuchaba atónta y suspendida. En todos los ojos había una lágrima, en todos los espíritus un profundo recogimiento. El sacerdote que oficiaba sentía temblar sus manos, porque Aquél que levantaba en ellas, Aquél a quien saludaban hombres y arcángeles era su Dios, era su Dios, y le parecía haber visto abrirse los cielos y transfigurarse la Hostia. El órgano proseguía sonando, pero sus voces se apagaban gradualmente como una voz que se pierde de eco en eco y se aleja y se debilita al alejarse cuando de pronto sonó un grito de mujer. El órgano exhaló un sonido discorde y extraño, semejante a un sollozo, y quedó mudo. La multitud se agolpó a la escalera de la tribuna, hacia la que, arrancados de su éxtasis religioso, volvieron la mirada con ansiedad todos los fieles. -¿Qué ha sucedido? ¿Qué pasa? -se decían unos a otros. Y nadie sabía responder y todos se empeñaban en adivinarlo, y crecía la confusión y el alboroto comenzaba a subir de punto, amenazando turbar el orden y el recogimiento propios de la iglesia. -¿Qué ha sido eso? -preguntaban las damas al asistente, que, precedido de los ministriles, fue uno de los primeros a subir a la tribuna, y que, pálido y con muestras de profundo pesar, se dirigía al puesto en donde le esperaba el arzobispo, ansioso, como todos, por saber la causa de aquel desorden. -¿Qué hay? -Que maese Pérez acaba de morir. En efecto, cuando los primeros fieles, después de atropellarse por la escalera, llegaron a la tribuna vieron al pobre organista caído de boca sobre las teclas de su viejo instrumento, que aún vibraba sordamente, mientras su hija, arrodillada a sus pies, le llamaba en vano entre suspiros y sollozos. - III - -Buenas noches, mi señora doña Baltasara: ¿también usarced viene esta noche a la Misa del Gallo? Por mi parte, tenía hecha intención de irla a oír a la parroquia ; pero lo que sucede… ¿Dónde va Vicente? Donde va la gente. Y eso que, si he de decir verdad, desde que murió maese Pérez parece que me echan una losa sobre el corazón cuando entro en Santa Inés… ¡Pobrecito! ¡Era un Santo!… Yo de mí sé decir que conservo un pedazo de su jubón como una reliquia, y lo merece, pues en Dios y en mi ánima que si el señor arzobispo tomara mano en ello es seguro que nuestros nietos le verían en los altares… Mas ¡cómo ha de ser!… A muertos y a idos no hay amigos… Ahora lo que priva es la novedad… Ya me entiende usarced. ¡Qué! ¿No sabe nada de lo que pasa? Verdad que nosotras nos parecemos en eso: de nuestra casita a la iglesia y de la iglesia a nuestra casita, sin cuidarnos de lo que se dice o déjase de decir… Sólo que yo, así…, al vuelo…, una palabra de acá, otra de acullá…, sin ganas de enterarme siquiera, suelo estar al corriente de algunas novedades… Pues, sí, señor ; parece cosa hecha que el organista de San Román, aquel bisojo, que siempre está echando pestes de los otros organistas ; aquel perdulariote, que más parece jifero de la puerta de la Carne que maestro de solfa, va a tocar esta Nochebuena en lugar de maese Pérez. Ya sabrá usarced, porque esto lo ha sabido todo el mundo y es cosa pública en Sevilla, que nadie quería comprometerse a hacerlo. Ni aun su hija, que es profesora, y después de la muerte de su padre entró en el convento de novicia. Y era natural: acostumbrados a oír aquellas maravillas cualquiera otra cosa había de parecernos mala, por más que quisieran evitarse las comparaciones. Pues cuando ya la comunidad había decidido que, en honor del difunto y como muestra de respeto a su memoria, permanecería callado el órgano en esta noche, hete aquí que se presenta nuestro hombre diciendo que él se atreve a tocarlo… No hay nada más atrevido que la ignorancia… Cierto que la culpa no es suya, sino de los que le consienten esta profanación… ; pero así va el mundo… ; y digo, no es cosa la gente que acude… ; cualquiera diría que nada ha cambiado desde un año a otro. Los mismos personajes, el mismo lujo, los mismos empellones en la puerta, la misma animación en el atrio, la misma multitud en el templo… ¡Ay, si levantara la cabeza el muerto se volvía a morir por no oír su órgano tocado por manos semejantes! Lo que tiene que, si es verdad lo que me han dicho las gentes del barrio, le preparan una buena al intruso. Cuando llegue el momento de poner la mano sobre las teclas va a comenzar una algarabía de sonajas, panderos y zambombas que no haya más que oír… Pero, ¡calle!, ya entra en la iglesia el héroe de la función. ¡Jesús, qué ropilla de colorines, qué gorguera de cañutos, qué aires de personaje! Vamos, vamos, que ya hace rato que llegó el arzobispo y va a comenzar la misa… Vamos, que me parece que esta noche va a darnos que contar para muchos días. Esto diciendo la buena mujer, que ya conocen nuestros lectores por sus exabruptos de locuacidad, penetró en Santa Inés, abriéndose, según costumbre, camino entre la multitud a fuerza de empellones y codazos. Ya se había dado principio a la ceremonia. El templo estaba tan brillante como el año anterior. El nuevo organista, después de atravesar por en medio de los fieles que ocupaban las naves para ir a besar el anillo del prelado, había subido a la tribuna, donde tocaba unos tras otros los registros del órgano con una gravedad tan afectada como ridícula. Entre la gente menuda que se apiñaba a los pies de la iglesia se oía un rumor sordo y confuso, cierto presagio de que la tempestad comenzaba a fraguarse y no tardaría mucho en dejarse sentir. -Es un truhán, que, por no hacer nada bien, ni aun mira a derechas -decían los unos. -Es un ignorantón, que, después de haber puesto el órgano de su parroquia peor que una carraca, viene a profanar el de maese Pérez -decían los otros. Y mientras éste se desembarazaba del capote para prepararse a darle de firme a su pandero y aquél apercibía sus sonajas y todos se disponían a hacer bulla a más y mejor, sólo alguno que otro se aventuraba a defender tibiamente al extraño personaje, cuyo porte orgulloso y pendantesco hacía tan notable contraposición con la modesta apariencia y la afable bondad del difunto maese Pérez. Al fin llegó el esperado momento, el momento solemne en que el sacerdote, después de inclinarse y murmurar algunas palabras santas, tomó la Hostia en sus manos… Las campanillas repicaron, semejando su repique una lluvia de notas de cristal ; se elevaron las diáfanas ondas de incienso, y sonó el órgano. Una estruendoso algarabía llenó los ámbitos de la iglesia en aquel instante y ahogó su primer acorde. Zampoñas, gaitas, sonajas, panderos, todos los instrumentos del populacho, alzaron sus discordantes voces a la vez ; pero la confusión y el estrépito sólo duró algunos segundos. Todos a la vez, como habían comenzado, enmudecieron de pronto. El segundo acorde, amplio, valiente, magnífico, se sostenía aún brotando de los tubos de metal del órgano, como una cascada de armonía inagotable y sonora. Cantos celestes como los que acarician los oídos en los momentos de éxtasis ; cantos que percibe el espíritu y no los puede repetir el labio ; notas sueltas de una melodía lejana, que suenan a intervalos, traídas en las ráfagas del viento ; rumor de hojas que se besan en los árboles con un murmullo semejante al de la lluvia ; trinos de alondras que se levantan gorjeando de entre las flores como una saeta despedida a las nubes ; estruendos sin nombre, imponentes como los rugidos de una tempestad ; coros de serafines sin ritmo ni cadencia, ignota música del cielo, que sólo la imaginación comprende ; himnos alados, que parecían remontarse al trono del Señor como una tromba de luz y de sonidos…, todo lo expresaban las cien voces del órgano con más pujanza, con más misteriosa poesía, con más fantástico color que lo habían expresado nunca… Cuando el organista bajó de la tribuna la muchedumbre que se agolpó a la escalera fue tanta y tanto su afán por verle y admirarle que el asistente, temiendo, no sin razón, que le ahogaran entre todos, mandó a algunos de sus ministriles para que, vara en mano, le fueran abriendo camino hasta llegar al altar mayor, donde el prelado le esperaba. -Ya veis -le dijo este último cuando le trajeron a su presencia-: vengo desde mi palacio aquí sólo por escucharos. ¿Seréis tan cruel como maese Pérez, que nunca quiso excusarme el viaje, tocando la Nochebuena en la misa de la catedral? -El año que viene -respondió el organista-, prometo daros gusto, pues por todo el oro de la tierra no volvería a tocar este órgano. -¿Y por qué? -interrumpió el prelado. -Porque… -añadió el organista, procurando dominar la emoción que se revelaba en la palidez de su rostro-, porque es viejo y malo y no puede expresar todo lo que se quiere. El arzobispo se retiró, seguido de sus familiares. Unas tras otras, las literas de los señores fueron desfilando y perdiéndose en las revueltas de las calles vecinas ; los grupos del atrio se disolvieron, dispersándose los fieles en distintas direcciones, y ya la demandadera se disponía a cerrar las puertas de la entrada del atrio cuando se divisaban aún dos mujeres que, después de persignarse y murmurar una oración ante el retablo del arco de San Felipe, prosiguieron su camino, internándose en el callejón de las Dueñas. -¿Qué quiere usarced, mi señora doña Baltasara? -decía la una-, yo soy de este genial. Cada loco con su tema… Me lo habían de asegurar capuchinos descalzos y no lo creería del todo… Ese hombre no puede haber tocado lo que acabamos de escuchar… Si yo lo he oído mil veces en San Bartolomé, que era su parroquia, y de donde tuvo que echarle el señor cura por malo, y era cosa de taparse los oídos con algodones… Yo me acuerdo, pobrecito, como si lo estuviera viendo, me acuerdo de la cara de maese Pérez cuando en semejante noche como ésta bajaba de la tribuna después de haber suspendido el auditorio con sus primores… ¡Qué sonrisa tan bondadosa, qué color tan animado!… Era viejo y parecía un ángel… No que éste ha bajado las escaleras a trompicones, como si le ladrase un perro en la meseta, y con un color de difunto y unas… Vamos, mi señora doña Baltasara, créame usarced, y créame con todas veras…, yo sospecho que aquí hay busilis… Comentando las últimas palabras, las dos mujeres doblaban la esquina del callejón y desaparecían. Creemos inútil decir a nuestros lectores quién era una de ellas. - IV - Había transcurrido un año más. La abadesa del convento de Santa Inés y la hija de maese Pérez hablaron en voz baja, medio ocultas entre las sombras del coro de la iglesia. El esquilón llamaba a voz herida a los fieles desde la torre, y alguna que otra rara persona atravesaba el atrio silencioso y desierto esta vez, y después de tomar el agua bendita en la puerta escogía un puesto en un rincón de las naves, donde unos cuantos vecinos del barrio esperaban tranquilamente que comenzara la Misa del Gallo. -Ya lo veis -decía la superiora-: vuestro temor es sobremanera pueril ; nadie hay en el templo ; toda Sevilla acude en tropel a la catedral esta noche. Tocad vos el órgano y tocadle sin desconfianza de ninguna clase ; estaremos en comunidad… Pero… proseguís callando, sin que cesen vuestros suspiros. ¿Qué os pasa? ¿Qué tenéis? -Tengo… miedo -exclamó la joven con un acento profundamente conmovido. -¡Miedo! ¿De qué? -No sé…, de una cosa sobrenatural… Anoche, mirad, yo os había oído decir que teníais empeño en que tocase el órgano en la misa, y, ufana con esta distinción, pensé arreglar sus registros y templarle, al fin de que hoy os sorprendiese… Vine al coro… sola…, abrí la puerta que conduce a la tribuna… En el reloj de la catedral sonaba en aquel momento una hora…, no sé cuál… Pero las campanas eran tristísimas y muchas…, muchas… ; estuvieron sonando todo el tiempo que yo permanecí como clavada en el dintel, y aquel tiempo me pareció un siglo. La iglesia estaba desierta y obscura… Allá lejos, en el fondo, brillaba, como una estrella perdida en el cielo de la noche, una luz moribunda… la luz de la lámpara que arde en el altar mayor… A sus reflejos debilísimos, que sólo contribuían a hacer más visible todo el profundo horror de las sombras, vi…, le vi, madre, no lo dudéis, vi un hombre que en silencio y vuelto de espaldas hacia el sitio en que yo estaba recorría con una mano las teclas del órgano mientras tocaba con la otra a sus registros… y el órgano sonaba, pero sonaba de una manera indescriptible. Cada una de sus notas parecía un sollozo ahogado dentro del tubo de metal, que vibraba con el aire comprimido en su hueco, y reproducía el tono sordo, casi imperceptible, pero justo. Y el reloj de la catedral continuaba dando la hora y el hombre aquél proseguía recorriendo las teclas. Yo oía hasta su respiración. El horror había helado la sangre de mis venas ; sentía en mi cuerpo como un frío glacial, y en mis sienes, fuego… Entonces quise gritar, pero no pude. El hombre aquél había vuelto la cara y me había mirado… ; digo mal, no me había mirado, porque era ciego… ¡Era mi padre! -¡Bah!, hermana, desechad esas fantasías con que el enemigo malo procura turbar las imaginaciones débiles… Rezad un Paternóster y un Ave María al Arcángel San Miguel, jefe de las milicias celestiales, para que os asista contra los malos espíritus. Llevad al cuello un escapulario tocado en la reliquia de San Pacomio, abogado contra las tentaciones, y marchad, marchad a ocupar la tribuna del órgano ; la Misa va a comenzar, y ya esperan con impaciencia los fieles. Vuestro padre está en el cielo, y desde allí, antes que daros sustos, bajará a inspirar a su hija en esta ceremonia solemne, para el objeto de tan especial devoción. La priora fue a ocupar su sillón en el coro en medio de la comunidad. La hija de maese Pérez abrió con mano temblorosa la puerta de la tribuna para sentarse en el banquillo del órgano, y comenzó la Misa. Comenzó la Misa y prosiguió sin que ocurriese nada de notable hasta que llegó la consagración. En aquel momento sonó el órgano, y al mismo tiempo que el órgano un grito de la hija de maese Pérez… La superiora, las monjas y algunos de los fieles corrieron a la tribuna. -¡Miradle! ¡Miradle! -decía la joven fijando sus desencajados ojos en el banquillo, de donde se había levantado asombrada para agarrarse con sus manos convulsas al barandal de la tribuna. Todo el mundo fijó sus miradas en aquel punto. El órgano estaba solo, y, no obstante, el órgano seguía sonando…, sonando como sólo los arcángeles podrían imitarlo en sus raptos de místico alborozo. -¿No os lo dije yo una y mil veces, mi señora doña Baltasara, no os lo dije yo?… ¡Aquí hay busilis…! Oídlo ; qué, ¿no estuvisteis anoche en la Misa del Gallo? Pero, en fin, ya sabréis lo que pasó. En toda Sevilla no se habla de otra cosa… El señor arzobispo está hecho, y con razón, una furia… Haber dejado de asistir a Santa Inés ; no haber podido presenciar el portento… ¿Y para qué? Para oír una cencerrada ; porque personas que lo oyeron dicen que lo que hizo el dichoso organista de San Bartolomé, en la catedral, no fue otra cosa… Si lo decía yo. Eso no puede haberlo tocado el bisojo, mentira… Aquí hay busilis ; y el busilis era, en efecto, el alma de maese Pérez. |
À Séville, sur le parvis même de Sainte Inés, tandis que j'attendais que s'ouvrît la Messe de Minuit, une bénévole du couvent me conta cette histoire locale. Bien entendu, après avoir écouté cela, il me tardait que commençât la cérémonié, impatient d'assister à un prodige. Rien de moins prodigieux, pourtant, que l'orgue de Sainte Inés, ni rien de plus commun que les fades motets dont nous gratifia cette nuit-là son organiste. En sortant de la messe, je ne pus me retenir de lancer à la bénévole avec une pointe d'ironie : - À quoi est-il dû que l'orgue de maître Pérez sonne de nos jours si pitoyablement ? - Cette bonne blague ! -me répondit la vieille dame-. C'est que ce n'est pas le sien. - Ce n'est pas le sien ? Qu'est-il devenu ? - Il est tombé en morceaux, de vieillesse, il y a déjà pas mal d'années. - Et l'âme de l'organiste ? - Elle n'est jamais réapparue depuis qu'ils ont substitué à l'orgue celui-ci. Si l'un de mes lecteurs s'avisait de me vouloir poser la même question après avoir lu cette histoire il sait, désormais, pourquoi ce merveilleux prodige ne s'est pas perpétué jusqu'à nos jours. - I - - Vous voyez celui-là avec sa cape rouge et le panache blanc sur son feutre, dont on dirait qu'il porte sur son gilet tout l'or des galions des Indes ; celui-là même qui est en train de descendre de sa litière pour donner la main à cette dame, laquelle après avoir quitter la sienne s'avance par ici, précédée de quatre valets portant des flambeaux ;? Et bien c'est le marquis de Moscoso, prétendant de la veuve du conte de Villapineda. On raconte qu'avant de porter son dévolu sur cette dame il avait demandé en mariage la fille d'un riche seigneur ; mais que le père de la donzelle, dont il se dit qu'il est un peu avare… Mais, chut ;! Quand on parle du loup ;… Voyez cet homme qui arrive sous l'arche de Saint Philippe, à pied, enveloppé dans une cape sombre, et précédé d'un seul serviteur avec une lanterne ;? Il est maintenant devant le retable. Ce disant, la bonne-femme qui avait servi de cicérone a sa voisine passa le parvis du couvent de Sainte Inés, et d'un coup de coude par ci, d'une bourrade par là, s'introduisit dans le temple, se perdant dans la foule qui affluait à la porte. - II - L'église était illuminée avec une profusion étonnante. Le torrent de lumière que émanait de ses autels pour remplir ses espaces étincelait sur les riches joyaux des dames, qui, en s'agenouillant sur les coussins de velours que leur tendaient leurs pages et en prenant le livres de prières des mains de leurs duègnes, vinrent former un cercle brillant autour de la grille du presbytère. Debout contre cette grille, enveloppés dans leurs capes colorées ornées de galons d'or, laissant entrevoir avec ue négligence étudiée les insignes rouges et verts de leurs charges, d'une main tenant leur feutre, dont les plumes caressaient les tapis ; de l'autre caressant la garde polie de l'épée ou le pommeau d'un poignard ciselé, les chevaliers du vingt-quatre, et la majeure partie du gratin de la noblesse sévillane, semblaient former un mur, défendant leurs filles et épouses du contact de la plèbe. Celle-ci, qui s'agitait au fond des nefs, d'un rumeur pareille à celle de la mer quand elle grossit, laissa éclater une acclamation de joie, accompagnée du son discordant des sistres et des tambourins, à l'apparition de l'archevêque, lequel, après s'être assis près de l'autel principal sous le dais d'un trône grenat entouré de ses familiers, bénit le peuple à trois reprises. C'était l'heure, pour la messe, de commencer. Quelques minutes s'écoulèrent, pourtant, sans qu'apparaisse l'officiant. La foule commençait à s'agiter, démontrant de l'impatience ; les chevaliers échangeaient entre eux quelques mots à voix basse et l'archevêque envoya un des ses proches à la sacristie pour s'enquérir des raisons pour lesquelles la cérémonie ne démarrait pas. -Maître Pérez est tombé malade, très malade, et il lui sera impossible d'assister ce soir à la messe. Telle fut la réponse qu'obtint le familier du prélat. La nouvelle se propagea instantanément parmi la foule. Décrire l'effet désagréable qu'elle y causa sur tout le monde serait une chose impossible ; il suffit de dire qu'on commença à remarquer une telle ébullition dans le temple que l'appariteur se leva et que les huissiers entrèrent pour imposer le silence, se mêlant aux vagues de la foule massée là. C'est à ce moment qu'un homme mal bâti, sec, osseux et bigle de surcroît s'avança jusqu'au siège qu'occupait le prélat. -Maître Pérez est malade -dit-il- ; la cérémonie ne peut pas commencer. Si vous le voulez je jouerai de l'orgue en son absence ; car Maître Pérez n'est pas le premier organiste du monde et à sa mort on n'arrêtera pas d'utiliser cet instrument faute de compétence… L'archevêque fit un signe d'assentiment de la tête, et déjà quelques fidèles qui connaissaient cet étrange personnage comme étant un organiste envieux, ennemi de celui de Sainte Inés, commençaient à laisser éclater leurs exclamations de mécontentement, quand soudain on entendit sur le parvis un bruit épouvantable. - Voici Maître Pérez ;!… Voici Maître Pérez ;!… À ces cris de ceux qui étaient massés à la porte tout le monde tourna la tête. Maître Pérez, pâle et émacié, entrait, en effet, dans l'église, sur un fauteuil, que chacun se disputait l'honneur de porter sur ses épaules. Les recommandations des docteurs, les larmes de sa fille, rien n'avait suffit à lui faire garder sa couche. -Non -avait-il dit- ; c'est la dernière fois, je le sais, je le sais, et je ne veux pas mourir sans rendre une dernière visite à mon orgue, surtout ce soir, la nuit de Noël. Allons, je le veux, je l'ordonne ; allons à l'église. Ses désirs avaient été exaucés ; les participant le montèrent à bout de bras jusqu'à la tribune et la messe put commencer. Au moment même ou les douze coups sonnaient à l'horloge de la cathédrale. Après l'Introit, vint la lecture des Évangiles, puis l'Offertoire, et arriva l'instant solennel où le prêtre saisit du bout des doigts la Sainte Eucharistie et, après l'avoir consacrée, commence à l'élever. Un nuage de fumée d'encens déroulait ses ondes bleutées dans l'espace de l'église ; les clochettes redoublèrent d'un son vibrant, et Maître Pérez posa ses mains crispées sur les touches de l'orgue. Les cent tubes de métal firent résonner leurs voix en un accord majesteux qui se prolongea, s'atténuant peu à peu, comme si une raffale de vent en avait rabattu les derniers échos. À ce premier accord, qui ressemblait à une voix s'élevant de la terre vers le ciel, répondit un autre lointain et doux qui augmenta, augmenta, au point de se convertir en un torrent d'harmonie assourdissante. C'était la voix des anges qui, traversant l'espace, arrivait sur terre. Ensuite commencèrent à se faire entendre des sortes d'hymnes distants entonné par toute la hiérarchie des séraphins ; mille hymnes à la fois, qui en se mélangeant, n'en formaient plus qu'un, qui, pourtant, n'était que l'accompagnement d'une étrange mélodie, qui semblait flotter sur cet océan de mystérieux échos comme un filet de brume sur les vagues de la mer. Puis certains thèmes s'estompèrent, puis d'autres ; la combinaison se simplifiait. Il n'y avait plus que deux voix dont les échos se mêlaient entre eux ; puis n'en resta plus qu'une, isolée, soutenant une note brillante comme un fil de lumière… Le prêtre inclina la tête, et par dessus sa tête chenue comme au travers d'une gaze bleutée, celle de la fumée de l'encens, l'Hostie apparut aux yeux des fidèles. À cet instant la note que Maître Pérez soutenait en trille s'ouvrit, et s'ouvrit encore, et une gigantesque explosion d'harmonie fit trembler l'église, aux angles de laquelle l'air vibrait, comprimé, et dont les vitres colorées frémissaient sur leurs étroits meneaux. À partir de chacune des notes qui formaient ce magnifique accord se développa un thème, et les uns proches, d'autres lointains, ceux-là brillants, ceux-ci sourds, on aurait dit que les eaux et les oiseaux, les brises et les branches, les hommes et les anges, la terre et le ciel, chantaient, chacun dans sa langue, un hymne à la naissance du Sauveur. La foule écoutait, bouche bée et suspendue. Il y avait une larme dans chaque œil et dans tous les esprits un profond recueillement. Le prêtre qui officiait sentait ses mains trembler, car s'était Lui qu'elles élevaient, Lui que saluaient hommes et archanges, Lui, c'était son Dieu, et il croyait avoir vu s'ouvrir les cieux et se transfigurer l'Hostie. L'orgue continuait de sonner, mais ses voix s'éteignaient graduellement comme une voix qui se perd d'écho en écho et s'éloigne en s'affaiblissant lorsque, soudain, retentit un cri de femme. L'orgue exhala un son discordant et étrange, semblable à un sanglot, puis resta muet. La foule se précipita au pied de la tribune, vers laquelle, arrachés à leur extase religieuse, tous les fidèles tournèrent la tête. -Qu'est-il arrivé ;? Que se passe-t-il ;? -se demandaient-il les uns les autres. Et personne en pouvait répondre y tous s'attachaient à le deviner, la confusion était croissante et le tumulte était monté d'un ton, menaçant de troubler l'ordre et le recueillement propres à l'église. -Quel était ce cri ;? -demandaient les dames au bedeau, lequel, précédé des huissiers, fut un des premiers à monter à la tribune, et qui, pâle et avec des signes de profond chagrin, se dirigea vers l'endroit où l'attendait l'archevêque, anxieux, comme tout le monde, de savoir la cause de ce désordre. -Qu'y-a-t'il ;? -C'est que Maître Pérez vient de mourir. En effet, quand les premiers fidèles, après s'être attrouper dans l'escalier, arrivèrent à la tribune il virent le pauvre organiste la face contre les touches de son vieil instrument, qui vibrait encore en sourdine, tandis que sa fille, agenouillée à ses pieds, l'appelait en vain entrecoupant soupirs et sanglots. - III - -Bonsoir, ma bonne dame Baltasara ;: vous aussi vous venez ce soir à la Messe de Minuit ;? Pour ma part, j'avais bien l'intention d'assister à celle de la paroisse ; mais d'une chose l'autre… (7°) Panurge ;! Panurge ;! Et puis, à dire vrai, depuis la mort de Maître Pérez j'ai l'impression qu'une chape de plomb m'enveloppe le cœur quand j'entre à Sainte Inés… Pauvre homme ;! C'était un Saint ;!… Et je peux vous dire que j'ai conservé un morceau de son pourpoint comme une relique, et il le mérite bien, car en Dieu et en mon âme si monsieur l'archevêque mettait la main à l'affaire nul doute que nos petits-enfants pourraient le voir sur les autels… Mais qu'y pouvons-nous ;?… (8°) Les morts et les disparus n'ont plus d'amis… Maintenant la seule chose qui compte c'est la nouveauté… Vous voyez ce que je veux dire. Comment ;! Vous ne savez pas ce qui se passe ;? Il est vrai que nous autres ne nous mêlons pas de ces choses ;: de notre petit chez nous à l'église et de l'église à notre chez nous, sans nous occuper de ce qui se dit ou se pourrait dire… Seulement moi, juste comme ça…, au passage…, un mot par ci, un mot par là…, sans même chercher à savoir, je me retrouve au courant de quelques nouvelles… Hé bien, oui madame ; il semblerait que ce soit chose faite que l'organiste de Saint Romain, ce bigle, qui n'arrête pas de casser du sucre sur le dos des autres organistes ; ce petit vaurien, qui tient plus du boucher de la rue de la Chair que du maître de solfège, jouerait ce Noël à la place de Maître Pérez. Vous le savez bien, puisque tout le monde le sait et que c'est chose publique à Séville, personne ne voulait se risquer à le faire. Pas même sa fille, qui est professeur, et qui à la mort de son père est entrée au couvent comme novice. Et c'était naturel ;: habitués à entendre de telles merveilles quoi que ce soit d'autre nous semblerait mauvais, même si on s'efforce d'éviter les comparaisons. Et bien, alors que la communauté avait décidé qu'en hommage au défunt et par respect pour sa mémoire, l'orgue resterait muet ce soir, voilà-t'il pas que notre homme se présente disant que lui se risquerait à jouer… L'ignorance a toutes les audaces… Il est sûr que la faute en revient avant tout à ceux qui ont consenti à cette profanation… ; mais ainsi vont les choses… ; et dîtes-moi, le monde qui accourt… ; on dirait que rien n'a changé par rapport à l'an passé. Les mêmes grands personnages, le même luxe, les mêmes bousculades à la porte, la même animation sur le parvis, la même foule dans le temple… Ah ! si le mort se redressait il en mourrait de nouveau pour ne pas entendre son orgue profané par de semblables mains ;! Ce qu'il y a c'est que, si ce que l'on m'a dit est vrai, les gens du quartier lui en ont préparé une bien bonne à cet intrus. Au moment où il posera les doigts sur les touches va commencer un charivari de tambourins, sistres et tambours à friction qu'on n'entendra rien d'autre… Mais, chut ;!, le héros de la pièce entre à l'instant dans l'église. Doux Jésus, quel pourpoint criard, quelle fraise de cafard, quels grands airs ;! Allons-y, ça fait un moment que l'archevêque est arrivé et la messe va commencer… Allons-y, car j'ai l'impression que ce soir va nous donner matière à commenter pour de nombreux jours. Ce disant, la brave femme, que nos lecteurs auront reconnue par ses écarts de langage, pénétra dans Sainte Inés, s'ouvrant, comme à son habitude, un passage parmi la foule en jouant des coudes. La cérémonie avait déjà commencé. Le temple était aussi lumineux que l'année antérieure. Le nouvel organiste, après avoir traversé la foule des fidèles qui occupait les nefs pour aller baiser l'anneau du prélat, était monté à la tribune, où il touchait l'un après l'autre les registres de l'orgue avec une gravité aussi affectée que ridicule. Parmi les menus gens qui se pressaient aux pieds de l'église montait une rumeur sourde et confuse, comme un présage de la tempête qui se préparait et ne tarderait plus guère à se faire sentir. -C'est un escroc, qui, non content de ne rien faire de bon, ne vous regarde même pas droit dans les yeux -disaient les uns. -C'est un ignorant, qui, après avoir laissé l'orgue de sa paroisse pire qu'une épave, vient profaner celui de Maître Pérez -disaient les autres. Et tandis que celui-ci se débarrassait de sa capote pour se préparer à jouer fermement de son tambourin et que celui-là arborait ses sistres et que tous s'apprêtaient à faire du raffut à qui mieux mieux, parfois l'un ou l'autre s'aventurait à défendre tièdement l'étrange personnage, dont le port fier et pédant apparaissait en si notable opposition avec l'apparence modeste et la bonté affable de feu Maître Pérez. Vint enfin le moment tant attendu, l'instant solennel où le prêtre, après s'être incliné et avoir murmurer quelque saintes paroles, prit l'Hostie en mains… Les clochettes sonnèrent, leur carillon simulant une pluie de notes de cristal ; las diaphanes volutes d'encens s'élevèrent, et l'orgue résonna. Un tonitruant brouhaha emplit à ce moment-là l'espace de l'église et étouffa le premier accord. Chalumeaux, musettes, sistres, tambourins, tous les instruments populaires, élevèrent en même temps leurs voix discordantes ; mais la confusion et le fracas ne durèrent que quelques secondes. Tous ensemble, comme ils avaient commencé, devinrent soudain muets. Le deuxième accord, ample, puissant, magnifique, montait déjà dans les tubes de métal de l'orgue, comme une cascade d'harmonie inépuisable et sonore. Des chants célestes comme ceux qui vous caressent les oreilles dans les moments d'extase ; ces chants que l'esprit perçoit et que la bouche ne peut répéter ; notes détachées d'une lointaine mélodie, qui sonnent à intervalles, portée par les rafales du vent ; rumeur de feuilles qui, dans les arbres, se donnant des baisers dans un murmure semblable à celui de la pluie ; trilles d'alouettes qui s'élèvent en gazouillant de parmi les fleurs comme une flèche tirée vers les nuages ; innombrables grondements, imposants comme les rugissements d'une tempête ; chœurs de séraphins sans rythme ni cadence, musique céleste inouïe, comprise seulement de l'imagination ; hymnes ailés, qui semblaient remonter vers le trône du Seigneur comme une trombe de lumière et de sons…, les cent voix de l'orgue exprimaient tout cela avec plus de vigueur, plus de mystérieuse poésie, plus de fantastique couleur qu'elles n'en avaient jamais exprimé… Quand l'organiste descendit de la tribune la foule qui afflua vers l'escalier fut telle et tel son désir de le voir et l'admirer que le bedeau, effrayé, non sans raison, qu'ils ne l'étouffent entre eux tous, envoya quelques-uns de ses huissiers afin que, bâtons en main, ils lui ouvrent un chemin jusqu'à l'autel principal, où l'attendait le prélat. -Voyez-vous -lui dit ce dernier quand on l'amena en sa présence-: je viens exprès depuis mon palais pour vous écouter. Serez-vous aussi cruel que Maître Pérez, qui jamais ne voulut m'épargner le déplacement, en jouant la messe de Noël à la cathédrale ? -L'an prochain -répondit l'organiste-, je promets de vous faire ce plaisir, car pour tout l'or du monde je ne rejouerais de cet orgue. -Et pourquoi cela ? -l'interrompit le prélat. -Parce que… -ajouta l'organiste, tachant de dominer l'émotion que révélait la pâleur de son visage-, parce qu'il est vieux et mauvais et que l'on n'y peut exprimer tout ce que l'on voudrait. L'archevêque se retira, avec sa suite. Les unes après les autres, défilèrent les litières des seigneurs et elles se perdirent aux détours des rues voisines ; on put voir les groupes se dissoudre sur le parvis, les fidèles se dispersant en diverses directions, et dame patronnesse se disposait à fermer les portes de l'entrée du parvis qu'on entendait déjà deviser deux femmes qui, après s'être signées et avoir bredouillé une prière devant le retable de l'arche de Saint Philippe, poursuivirent leur chemin, empruntant la ruelle des Duègnes. -Que voulez-vous, ma bonne Baltasara ? -disait l'une-, je l'ai trouvé génial. Chacun sa marotte… Même si je le tenais de ces moines capucins va-nu-pieds je n'en croirais rien… Cet homme ne peut pas avoir joué ce que nous venons d'entendre… Je l'ai entendu jouer mille fois à Saint Bartolomé, sa paroisse, d'où monsieur le curé a dû le renvoyer tellement il était mauvais, c'était à se boucher les oreilles avec du coton… Je me rappelle, pauvre homme, comme si je le voyais encore, je me rappelle le visage de Maître Pérez lorsqu'il descendait de la tribune ces soirs-là après avoir laissé son auditoire comme suspendu par son jeu… Quel sourire plein de bonté, quelle teint plus avivé !… Il était vieux et ressemblait pourtant à un ange… Pas comme celui-ci qui a descendu l'escalier presqu'en courant, comme si un chien lui aboyait aux basques, et avec cette mine de moribond et ces… Allons, ma bonne dame Baltasara, croyez-moi, en toutes vérités…, je soupçonne fort qu'il y ait là un truc qui cloche… Tout en commentant ces dernières paroles, les deux femmes tournèrent le coin de la ruelle et disparurent. Il nous semble inutile de préciser au lecteur qui était l'une d'entre elles. - IV - Une année de plus était passée. L'abbesse du couvent de Sainte Inés et la fille de Maître Pérez échangèrent à voix basse, à moitié cachées dans l'ombre du chœur de l'église. La grande clarine, de sa voix fêlée, appelait les fidèles depuis le clocher, et quelques rares personnes traversaient le parvis cette fois silencieux et désert, et après avoir tremper leurs doigts dans le bénitier près de la porte prenaient place dans un recoin des nefs, où quelques voisins du quartier attendaient tranquillement que commence la Messe de Minuit. -Vous voyez bien -disait la supérieure-: vos craintes sont par trop puériles ; il n'y a quasiment personne dans le temple ; tout Séville est accouru en masse à la cathédrale ce soir. Jouez de l'orgue et jouez-en sans appréhension d'aucune sorte ; nous serons entre nous… Mais… vous demeurez muette, sans que ne cessent vos soupirs. Que vous arrive-t'il ? Qu'avez-vous ? -J'ai… peur -s'exclama la novice avec un accent de profonde émotion. -Peur ! Mais de quoi ? -Je en sais pas…, de quelque chose de surnaturel… Tenez, hier soir je vous avais entendu dire que vous souhaitiez que je joue de l'orgue pour la messe, et, fière de cette distinction, je pensais en régler les registres et l'accorder, afin de vous surprendre aujourd'hui… Je suis venue seule au chœur… seule…, j'ai ouvert la porte qui mène à la tribune… L'heure sonnait à ce moment-là à l'horloge de l'église…, je ne sais pas quelle heure… Mais les cloches étaient très tristes et cela durait…, durait… ; ça a continué de sonner tout le temps que je suis restée comme clouée au linteau, et ça m'a semblé un siècle. L'église était déserte et obscure… Au loin, dans le fond, brillait, comme une étoile perdue dans le ciel de la nuit, une lueur moribonde… comme celle de ces lampes qui brûlent sur l'autel majeur… Dans ses très faibles reflets, qui ne contribuaient qu'à rendre plus visible toute la profonde horreur des ténèbres, j'ai vu…, je l'ai vu, ma mère, n'en doutez pas, j'ai vu un homme qui en silence, et de dos par rapport à l'endroit où je me tenais, laissait courir une main sur les touches de l'orgue tandis que de l'autre main il jouait avec les registres… et l'orgue résonnait, mais d'une manière indescriptible. Chacune de ses notes semblait être un sanglot étouffé à l'intérieur du tube de métal, lequel vibrait de l'air comprimé en son creux, et reproduisait un son sourd, presque inaudible, mais juste. Et l'heure continuait de sonner à l'horloge de la cathédrale et cet homme-là qui toujours parcourait les touches. J'entendais jusqu'à sa respiration. L'horreur m'avait glacé les sangs dans les veines ; je sentais comme un froid glacial dans tout mon corps, et j'avais les tempes, en feu… J'ai alors voulu crier, mais je n'ai pas pu. Cet homme a tourné la tête et m'a regardée… ; ou plutôt, il ne m'a pas regardée, puisqu'il était aveugle… C'était mon père ! -Bah!, ma sœur, défaites-vous de ces fantasmes par lesquels le malin essaye de troubler les esprits faibles… Dîtes un Pater et un Ave Maria pour l'Archange Saint Michel, chef de la milice céleste, afin qu'il vous assiste contre l'esprit du mal. Portez au cou un scapulaire imposé à la relique de Saint Pacôme, remède contre les tentations, et allez, allez occuper le siège de l'orgue ; la Messe va commencer, et les fidèles s'impatientent déjà. Votre père est au ciel, et de là-haut, plutôt que de vous faire des frayeurs, il descendra inspirer sa fille pour cette cérémonie solennelle, objet pour lui d'une dévotion si spéciale. La mère supérieure s'en fut occuper son fauteuil dans le chœur au sein des la communauté des religieuses. La fille de Maître Pérez ouvrit d'une main tremblante la porte de la tribune pour aller s'asseoir sur la banquette de l'orgue, et la Messe commença. La Messe commença et se poursuivit sans que rien de notable ne se passe jusqu'au moment de la consécration. L'orgue résonna à ce moment-là, et en même temps que l'orgue un cri de la fille de Maître Pérez… La supérieure, les sœurs et quelques-uns des fidèles accoururent à la tribune. -Voyez-le b;! Voyez-le b;! -disait la novice en fixant la banquette de ses yeux désincarnés, banquette d'où elle s'était levée stupéfaite pour s'agripper convulsivement à la rambarde de la tribune. Tout le monde fixait cet endroit du regard. L'orgue n'était occupé par personne, et, pourtant, l'orgue continuait de jouer…, jouer comme seuls les archanges sauraient l'imiter dans leurs extases d'agitation mystique. -Ne vous l'ai-je pas dit mille fois ma bonne dame Baltasara, ne vous l'ai-je pas dit ?… Il y a un truc qui cloche…! Vous êtes au courant ; comment, vous n'assistiez pas à la Messe de Minuit hier soir ? Mais, bon, on vous aura raconté ce qu'il s'est passé. On ne parle que de ça dans tout Séville… Monsieur l'archevêque est, et non sans raison, comme une furie… Dire qu'il a cessé d'assister à la messe de Sainte Inés ; et partant n'a pas pu être témoin… Et pour quoi ? Pour entendre une cacophonie ; car ceux qui l'ont entendu disent bien que c'est ce qu'a produit l'heureux organiste de Saint Bartolomé, à la cathédrale, une cacophonie et rien d'autre… Je l'avais bien dit. Ce bigleux ne peut pas avoir joué comme ça l'an dernier, ce n'est pas vrai… Il y a un truc qui cloche ; et ce truc c'était, en effet, l'âme de Maître Pérez. |
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